POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
Con la reforma constitucional que restituye el Senado, volvemos a las dos Cámaras, sustituyendo la genérica denominación de congresistas por senadores o diputados. Una clásica particularidad de una u otra es que la Cámara de Diputados es asumida como “cámara política” por excelencia, entregando a la Cámara de Senadores la calificación de “cámara de reflexión”, quizás ahonde en ello las exigencias de edad diferenciada, siendo mayores los de esta última, y la circunstancia de que se permitía que los expresidentes se consideraran como senadores vitalicios, como lo recogía expresamente la Constitución de 1979.
La reforma constitucional está acompañada de sus respectivos reglamentos, que acaban de ser aprobados por el actual Congreso y que entrarán en vigencia apenas se instalen, es decir, a partir de julio del próximo año. Bajo esta nueva regulación normativa, ¿qué hace diferente a los diputados? Lo que trataremos de explicar en estas líneas, con fines didácticos y para reafirmar nuestros deberes cívicos estando próximos a las elecciones generales.
No se altera la composición del actual Congreso, pues seguirán siendo 130, pero dejando de ser un número cerrado. Las recientes modificaciones señalan: “un número mínimo de ciento treinta diputados… el número de diputados puede ser incrementado mediante ley orgánica en relación con el incremento poblacional”; es decir, que para las elecciones del 2031 este número se incrementará, dado el crecimiento de la población electoral y que responde a criterios técnicos y políticos. Somos el país que, en la relación población–autoridad electiva, menos representantes tiene, lo que no cuenta con el aval ciudadano, significa mayor gasto y aún están con grave déficit de legitimidad.
Hubiera sido preferible que el número de congresistas no esté regulado en nuestra Constitución, dejando a las leyes electorales su regulación. Si la intención primigenia era evitar que, con fines políticos, se modifique su composición, esa regulación va a ser meramente declarativa, pues se alterará en las elecciones subsiguientes.
La Ley General de Elecciones establece que los diputados se eligen por “distrito electoral múltiple aplicando el sistema de representación proporcional”. En consecuencia, tendremos veintisiete circunscripciones electorales: una por cada departamento, además de una por Lima Provincias, una por la Provincia Constitucional del Callao y una por los peruanos residentes en el extranjero. Cada una de estas circunscripciones tendrá un diputado y los demás corresponden a una distribución proporcional al número de electores, con excepción de la circunscripción de Peruanos Residentes en el Extranjero, a la que se asigna únicamente dos escaños. En tal sentido, Lima Metropolitana, que concentra casi un tercio de la densidad electoral, tendrá 32 diputados y Lima Provincias 4 diputados.
Un detalle nada menor y exigible para ambas Cámaras es que, para poder acudir a la distribución de escaños en una u otra Cámara, se requiere “haber alcanzado al menos el cinco por ciento del número legal de miembros y al menos el cinco por ciento de los votos válidos a nivel nacional en la respectiva Cámara”. Es decir, si una agrupación política logra que se elijan siete diputados, no será suficiente: deberá, a su vez, estar acompañada esa elección del 5 % de los votos válidos —la valla electoral—, sobre lo que especialistas en materia electoral vaticinan que no serán más de ocho agrupaciones. Lo que resulta válido ante la atomización de agrupaciones que, entre ellas mismas, se neutralizarán y jugará a favor de las agrupaciones que política y económicamente sean más solventes.
La reforma constitucional discrimina las atribuciones de las Cámaras. Incorporado el articulado 102-B, se establecen las competencias propias de la Cámara de Diputados, porque también hay competencias compartidas: aprobar las propuestas normativas a ser remitidas al Senado, conforme a su reglamento, que es la función primigenia y natural como órgano legislativo; interpelar y censurar a los ministros de Estado, ejercicio de su función de control político; otorgar o rehusar la confianza planteada por iniciativa ministerial, aunque ahora menguada, pues ya no tiene esa consecuencia la llamada “investidura”; conformar comisiones investigadoras con la finalidad de iniciar investigaciones sobre cualquier asunto de interés público —quizás una de las funciones más trascendentes, pero lamentablemente relegada—; y ejercer las demás atribuciones que le señala la Constitución y las que son propias de su función.
Los diputados no participan de la aprobación de los tratados ni en la nominación de los altos funcionarios, que es función excluyente del Senado. Sí coparticipan en dos funciones muy importantes de la labor parlamentaria: la aprobación de la Ley de Presupuesto, siendo parte de una Comisión Bicameral que se encarga de su estudio y dictamen para luego proceder a su aprobación en Congreso; asimismo, en lo que respecta al proceso de acusaciones constitucionales —que lamentablemente ha sido instrumentalizado con fines revanchistas— es la Cámara de Diputados quien acusa ante el Senado, y a este último le corresponde, de ser el caso, suspender o no al funcionario acusado o inhabilitarlo para el ejercicio de la función pública.
Lo cierto es que tenemos una Cámara de Diputados menos protagonista y con atribuciones muy acotadas frente a las asignadas al Senado, que no permiten colocarla en una situación de paridad, pese a tener ambos un mismo origen: el voto popular. Basta revisar que la Cámara de Senadores no puede disolverse bajo ninguna circunstancia o que los proyectos de ley iniciados en Diputados y revisados en el Senado, si este no los aprueba, van al archivo. Podría entenderse que, históricamente, y así lo recogemos de otras experiencias, siempre se le ha dado una singular prestancia al Senado, pero en el esquema próximo a entrar en vigencia pareciera dirigido a concentrar un ejercicio de poder desde el Congreso, con un gravitante Senado con competencias singulares y sobreponiéndose a Diputados.
Revisando el marco normativo que regula a las dos instituciones, Cámara de Senadores y Cámara de Diputados, no encontramos una respuesta que absuelva la interrogante de si esta nueva estructura parlamentaria mejorará la crisis de representación y el déficit de legitimidad en que está sumida. No encontramos ninguna garantía que nos conduzca a tener una representación —en una u otra Cámara— con solvencia política, con aptitud, responsabilidad y compromiso con el país, bajo el reto que significa recuperar la independencia de nuestras instituciones, fortalecer nuestra gobernabilidad y acabar con la erosión democrática.
Una vez más, la responsabilidad recae en los ciudadanos. Decidir bien: son los soberanos del voto. En cada ciudadano y su decisión electoral descansa la esperanza de una mejor representación parlamentaria para una solvente democracia.

