POR: GUSTAVO PINO
Ni bien el neandertal nació, los científicos se lo llevaron. La madre, con los dolores del parto, miraba la ventana con la felicidad aún no completa. Solo deseaba escapar de la sala que habían acondicionado exclusivamente para ella y su hijo: el primero de su especie en nacer en esta época. Sin embargo, a ella no le interesaba qué irían a hacer con él.
Entre el devaneo del cansancio y la sangre perdida, empezó a visualizar lo que sería su futuro con la cuenta repleta de dinero, más del que nunca había logrado tener ni que hubiera conseguido de no ser por el anuncio que leyó esa mañana en el periódico olvidado sobre una de las mesas del café, mientras cerraba la puerta principal para disponerse a ordenar y limpiar los restos de alimentos.
Tomó el periódico apresurada y arrancó el pedazo inferior izquierdo; lo guardó en el bolsillo del mandil enmugrecido. Luego, en la esquina, bajo los edificios enormes que ocultaban el sol, marcó el número que había subrayado varias veces. Le indicaron una dirección, el día y la hora en que debía presentarse.
Una semana después, se aplicaron los exámenes correspondientes y salió apta para el procedimiento. Sellaron sus papeles y le señalaron una nueva fecha y hora. No hubo vuelta atrás una vez firmado el contrato de confidencialidad, en el que se estipulaba la entrega del dinero.
La probeta, incrustada con semen modificado con ADN neandertal, cerró el pacto, enclaustrándola en un departamento que más parecía un laboratorio por la cantidad de científicos que entraban y salían para realizarle análisis durante la noche. Ellos, con los rostros largos, la rodeaban mientras conversaban; ella, fingiendo dormir, intentaba poner atención, pero los medicamentos a esa hora eran insoportables.
Tiempo después, el día en que parió a su hijo neandertal, quiso verlo, pero no la dejaron. Al día siguiente, salió de la sala de partos en el edificio de pruebas biológicas, donde solo la despedían aparatos costosos. Intentó una vez más preguntar por su hijo primitivo, pero nadie le supo dar razón.
Alguien llamó a un guardia, quien la llevó hasta la puerta de salida. Luego de sentarla en una silla de ruedas, se deslizó suave por el piso, que chirriaba con las llantas en las esquinas de los muros sin huellas del paso del tiempo, del hombre.
El sueño de una casa perfecta y una vida colmada de comodidades ya no tenía sentido. Había aprendido a desear otras formas de plenitud. Ahora solo anhelaba ver a su hijo, pero ya era tarde para ella y para la humanidad, que empezaba a extinguirse ante seres que ya no parecían humanos, que no sentían como ella ni como el resto de las personas que la miraban en medio de la calle y el bullicio.