POR ABOG. JESÚS MACEDO GONZALES
Hace poco, una amiga me regaló el libro Vida y muerte en los bateyes, escrito por el padre Edmundo Alarcón Caro, quien decidió vivir durante un año como misionero en una de las zonas más pobres de Santo Domingo. La obra reúne testimonios de su experiencia pastoral y social, y retrata una realidad tan dura como invisibilizada: la de miles de haitianos y descendientes de haitianos que viven y trabajan en la República Dominicana, especialmente en los campos de caña de azúcar, atrapados entre el miedo, el hambre y la miseria.
Muchos de ellos —incluso niños hijos de haitianos nacidos en territorio dominicano— carecen de acta de nacimiento o de un documento nacional de identidad. Esta ausencia no es un simple trámite pendiente: es una negación radical de su existencia jurídica. Una persona sin documentos es, en la práctica, una persona a la que el Estado no reconoce, y sin reconocimiento no hay derechos. El documento de identidad constituye, por tanto, la puerta de acceso al ejercicio pleno de los derechos fundamentales.
En este sentido, resulta esencial que en nuestro país los niños cuenten con un documento de identidad desde el nacimiento, pues este no solo permite su identificación, sino también el acceso a derechos básicos como la salud, la educación y la protección social. Sin embargo, es alarmante saber que en algunos centros de salud se condiciona la atención médica a la presentación del DNI. Esta práctica debe ser erradicada de manera categórica: negar atención sanitaria por falta de documentos es una forma de violencia institucional y una grave vulneración de la dignidad humana.
El libro del padre Alarcón también revela cómo muchos niños y adolescentes abandonan la escuela porque no cuentan con un acta de nacimiento que les permita matricularse. A esta exclusión educativa se suma la explotación laboral: salarios miserables, jornadas extenuantes y ausencia total de derechos, todo ello agravado por la imposibilidad de acceder a un documento de identidad. Esta situación no es casual, sino el resultado de un racismo estructural que afecta particularmente a los haitianos y a sus descendientes en Santo Domingo.
Los jóvenes saben que, sin educación, las posibilidades de progreso son mínimas. Sin embargo, se enfrentan a un sistema que les cierra las puertas desde el inicio, desconociendo además el aporte histórico y económico de la migración haitiana al desarrollo del país. Frente a ello, cabe preguntarnos: ¿estamos en el Perú preparados para recibir a los migrantes y reconocerles sus derechos al trabajo y a la educación?
En el ámbito universitario, por ejemplo, me genera profunda satisfacción ver a un joven venezolano cursando una carrera profesional. Es un estudiante responsable y comprometido, y su presencia es una muestra de que la migración también enriquece nuestra sociedad. Ojalá en el futuro podamos acoger a estudiantes de diversas nacionalidades y fomentar un verdadero intercambio cultural.
Ahora bien, aunque el Documento Nacional de Identidad es fundamental, el Estado peruano ha reconocido que no puede exigirse de manera indiscriminada. El Decreto Legislativo N.º 1246, Ley de Simplificación Administrativa, prohíbe solicitar copia del DNI en trámites administrativos, estableciendo sanciones para quienes incumplan esta norma, independientemente del régimen laboral al que pertenezcan.
Finalmente, tras la lectura del libro del padre Alarcón y al conocer que en Santo Domingo persisten formas modernas de esclavitud, donde muchos haitianos e hijos de haitianos no acceden a alimentos, medicinas ni derechos básicos por carecer de un documento de identidad y por la discriminación institucionalizada contra el extranjero, queda claro que no basta con tener un DNI.
Lo que realmente necesitamos en América Latina es una cultura inclusiva, basada en el respeto irrestricto de la dignidad humana, donde el trabajo y la educación no sean privilegios, sino derechos garantizados para todas las personas, sin importar su nacionalidad, y no solo condicionados al documento nacional de identidad.

