POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
MG. EN FILOSOFÍA POR LA UNMSM
- Asumimos que con la obligatoriedad de citar evitaremos los plagios y, por ende, el facilismo de “robar” opiniones ajenas.
Siempre es decepcionante encontrar libros que están llenos de citas o donde hay más citas que contenido. Ciertamente, las citas pueden tener contenido, y de la mejor calidad, pero los textos a los que me refiero están repletos de citas que no son más que ripio, vanidad o distracción. Ejemplos de ese tipo de libros son los de corte jurídico. Uno avanza una línea y de pronto surge una numeración o un asterisco que nos manda al margen, en donde solo se ha de encontrar un ferrocarril interminable de extractos, editoriales y autores.
Los libros de derecho no son la excepción. La academia en general está empecinada hasta la locura en citar. Las tesis, los artículos, los ensayos, las monografías, para que tengan un estatus elevado, deben contener dentro de sí una enormidad de citas que los respalden. La absurdidad llega al extremo cuando se ordena que también hay que citar las paráfrasis. Empero: ¿cuál es la línea que demarca entre las ideas propias y las del libro que uno interpreta? ¿Cuándo el demonio literario termina siendo uno mismo? No hay frontera definida ni última, pues, entre la paráfrasis, la criptomnesia y la intertextualidad. Es razonable afirmar que nuestra costumbre (y obligatoriedad) de citar nos enajena.
Pero hay otro mal que se agrega al anterior. La academia obliga a los estudiantes a citar, pero a su vez les compele a ser originales. Es como decirles a unos prisioneros que sean libres mientras no salgan de la cárcel. Además, este otro mal –y al que podemos referirlo como el mal adánico– tiene su propio sinsentido: para la academia solo valen las ideas originales, las creadas por el mismo autor que escribe. ¿Pero cómo es eso posible? Quizá nos podemos imaginar a un novel que debe hacer un esfuerzo casi místico, de tal modo que vacíe su mente y redacte algo prístino, alguna obra pura extraída solo de la fontana de Adán o inclusive desde mucho antes. Se nos obliga a ser el Primer Hombre en todo y se asume que el mundo es virginal.
Es que la academia comete un error en creer que las ideas tienen dueños. ¿Afirmar que la tierra es redonda pertenece a alguien y exclusivamente al primero que lo dijo? Por lo demás, esta nociva concepción solo ha desembocado en la mercantilización del saber, propia de nuestros tiempos. Una computadora, una vacuna, una nave cuestan porque alguien las inventó y merece cobrar por su trabajo. ¡Muy cierto, pero que le ponga tarifa a su agudeza y a sus recursos, no a las ideas!
Una última cuestión. Asumimos que con la obligatoriedad de citar evitaremos los plagios y, por ende, el facilismo de “robar” opiniones ajenas. Un plagiador –aquel que se aprovecha de otras ideas, para asumirlas como propias y obtener así una ventaja– puede ser condenable ética y legalmente, pero, otra vez: si le vamos a condenar, no lo hagamos basándonos en nuestra adusto, contradictorio y enfermizo sistema de obligación de citas.