POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Fanum, en latín, es templo, y fanaticus significa el inspirado, el exaltado, el frenético. En la Antigüedad griega y latina, las sociedades se formaban alrededor de un santuario, en cuyo centro, generalmente, había una breve pira y que los cultores extasiados (los fanatici) trataban de mantener vivo. A su vez, los griegos, como los romanos, tenían muchos centros de culto.
En Asia (en Asia Menor), también los hombres tenían diversos lugares de culto y eso nos daba la idea de que había muchos dioses. En ese sentido, los primeros israelitas, de cuyo fanatismo religioso queremos hablar aquí, no practicaban el monoteísmo (la creencia en un único Dios), sino la monolatría (creer que, a pesar de que se debe adorar a un Dios, había más dioses). El paso hacia el monoteísmo es una historia de vaivenes en el pueblo de Israel, debido al politeísmo imperante.
No obstante, cuenta una leyenda bíblica que el profeta Elías retó a sacerdotes paganos adoradores del dios Baal, a fin de decidir quién era el dios supremo, si aquel Baal o Yahveh. Se convocó entonces a la gente. El reto consistía en que el verdadero dios enviaría fuego desde el cielo sobre un altar. Como era de esperarse, ganó Yahveh. Pero aquí viene lo más revelador para los orígenes del fanatismo: victorioso y delirante, el fanaticus Elías ordenó que los sacerdotes idólatras fueran degollados en el momento (1° Reyes 18, 20-40).
La lucha del antiguo Israel contra la idolatría y los falsos dioses no acabó ahí. Pasados los siglos, tuvo que hacer frente a otro desafío: el helenismo. Producto de las campañas de Alejandro Magno, desde el siglo III a. C. se formó una serie de reinos helenísticos en Asia Menor: reinos cultores de dioses y tradiciones griegas. Algunos judíos aceptaron las nuevas usanzas; pero otros, la mayoría, no. Luego, mediante campañas nacionalistas, intrigas políticas e intenso fervor religioso, el pueblo judío rechazó la cultura foránea y alcanzó cierto grado de independencia. Y rápidamente se convirtió en un Estado teocrático y agresivamente militar: conquistó y convirtió por la fuerza al judaísmo a sus vecinos más cercanos.
Pero este auge fue breve, porque se le presentó otra dificultad, esta vez más grave: la poderosa Roma había decidido intervenir en los asuntos de Palestina. Mas los fanatici judíos no se arredraron e inclusive asumieron una visión escatológica en su lucha contra el invasor. En un libro de historia religiosa se resume la visión judía de ese momento: «El Imperio [romano] era como el último reino de las tinieblas, al que había que combatir para que amaneciera la nueva era mesiánica, el Reino de Dios».
Estos fanatici estaban imbuidos, pues, de mesianismo y, a su vez, no dudaron en utilizar prácticas terroristas (a través de sicarios) contra todo lo romano. Los propios celotas (otra secta judía) instigaba a la gente a rebelarse y a expulsar a los extranjeros del territorio de Israel. Empero, los dos grandes levantamientos de los judíos culminaron con su completa ruina: Roma asoló Jerusalén y el antiguo Israel desapareció del mapa político hasta el siglo XX.
La gran virtud del pueblo judío fue que su cultura no se extinguió con la diáspora consiguiente. Los judíos florecieron brillantemente en otras partes. Pero nunca soltaron el lastre de la derrota y el exilio y que acabó alimentando a muchos nuevos fanatici. Y lo que es peor: heredó a sus dos religiones hermanas el mismo frenesí fanático.
Los cristianos se empecinaron con la Tierra Santa mediante las maniáticas Cruzadas; y los árabes enarbolaron la yihad hasta nuestros tiempos.
Hoy el Estado de Israel cumple su sueño religioso: estar en su tierra prometida; tener soberanía política y militar sobre Jerusalén. Pero ¿se ha desligado de su tradición fanática? ¿No viene cometiendo horribles masacres del mismo modo como lo hicieron en su momento los romanos contra ellos? ¿Acaso –me atrevo a decirlo– los judíos no han vuelto a la idea del Dios partidista y guerrerista que asolaba Egipto con plagas, olvidando al Yahveh piadoso posterior? Si el actual Israel quiere paz, esta solo puede erigirse cerrando las puertas al fanatismo milenario. Sería una de las mayores glorias del pueblo judío.