POR: LUIS F. VILCATOMA SALAS (PROMOCIÓN 1967)
Los años 60 fueron una época de sucesos que fracturaban la normalidad citadina de una ciudad como Moquegua, en lo general tranquila, de vida pausada y repetitiva, de tiempos lineales y planos, de horarios estáticos y certidumbres que se agotaban en sí mismas en una extensión que engullía la vida escolar, como aquella de la lectura en la biblioteca del plantel.
En cierta ocasión, estando absorbidos agradablemente en la lectura preferida de cada uno, conminados por cierta modorra de la tarde todavía soleada y acompañados meticulosamente por el profesor José Palomino de Lengua y Literatura, empezamos a sentir el ruido sordo y creciente de un temblor físico o terrenal, que puso en alerta primaria nuestro instinto de conservación primitivo, donde el instinto obnubila el entendimiento y la razón.
Y en tanto ese temblor que movía, haciendo sonar algunas cosas, el ambiente de lectura, la mesa y las sillas donde nos encontrábamos, se hacía más intenso, grande y temerario, el instinto de conservación se acrecentó en los presentes, todos de los primeros años de secundaria. El pulso se aceleró desbocadamente, las orejas se pusieron en tensión, los ojos se desprendieron de las letras y figuras de los textos, las cabezas comenzaron a buscar la puerta de escape, los rictus de temor se hicieron angustiosos y los cuerpos comenzaron a tomar distancia prudencial de las sillas.
En tanto, el profesor Palomino, agitando las manos y alzando una voz aflautada, gritaba por mantener la calma y el ánimo de tranquilidad. “No se muevan”, “sigan en sus sitios”, “no se desesperen”, voceaba insistentemente, al mismo tiempo que colocaba su cuerpo y su ánimo como murallas en la puerta, y abriendo y agitando los brazos como aspas en movimiento para bloquear la salida por la única puerta de escape, que era la puerta de ingreso a la biblioteca, una puerta ancha y de marcos altos (por lo menos así la veía yo en esa época).
El asunto es que el movimiento sísmico seguía aumentando con un ruido enromado y ronco, hasta que, en el movimiento de la sacudida última, la más fuerte, estalló la sublevación del ánimo colectivo y el estado catatónico en un tumulto desordenado de cuerpos y respiraciones que se empujaban entre sí y sobre el profesor en pos de la salida.
Incontenibles en un “sálvese quien pueda” de corazones agitados, en la velocidad silenciosa que dan las piernas que corren más rápido que el pensamiento, serpenteando y gambeteando por entre las manos y los brazos del profesor Palomino, ahora incapaz de contener a nadie, porque la fuerza del tumulto atropellador era más grande que su voluntad cándida por obrar contra un instinto que, creo yo, en el fondo de su alma compartía también de alguna manera.
El asunto es que el tropel de gente se deslizó como una corriente humana por las gradas hacia abajo, mezclándose en el patio con otra riada de escolares provenientes de las otras aulas escolares. Los comentarios advinieron casi inmediatamente y el hecho fue motivo de seguir comentándolo algunos días más.