En el nombre del padre (*)

Mi padre, en sus mejores momentos, era de las personas que podían beber, hasta el hartazgo, todo el año, incluido los feriados, sábados y domingos. Sólo había un único día que no tomaba: el día que cumplía años. Se engreía, y no quería ver, ni hablar con nadie ese día. Se ponía en el umbral de la puerta a leer el periódico desde las seis de la mañana hasta que cayera la noche. Nunca entendí por qué el día de su cumpleaños su abstinencia al alcohol era casi total.

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POR: JULIO FAILOC RIVAS

Tres de la mañana, página en blanco. Cuatro de la mañana, mi corazón humea y se llena de ternura, pero palabras no llegan. ¡Qué extraña sensación la mía! Siento como si me hubiera devorado mi propio corazón. No hay inspiración, tampoco hay transpiración, pero hay ese dolor del puro, del tierno, del que hace que lleve intacto su recuerdo y se convierta en un instante perpetuo.

Cinco de la mañana, el corazón se me abre de tristeza y ya no puede ni con el peso del rocío. Todavía papá me duele en cada uno de mis costados. Yo lo miro, él me mira, mi corazón humea, este es el sitio donde mi corazón humea. ¡Óyeme donde estés!, por esta herida no solo sale sangre: ¡me salgo, yo!

Mi padre nació un 12 de agosto de 1928, año en que nació el Che Guevara y Alvin Toffler, y el mismo día en que se encendió por primera vez la antorcha que hoy simboliza los juegos olímpicos. León convicto y confeso, nació el 12 de agosto en Puerto Pimentel, junto con el orgullo, la puntualidad y el valor de la amistad y de la palabra.

Estudio hasta el tercero de primaria. Del resto de su educación se encargaron los periódicos y la calle, quienes le enseñaron a leer y a darle la información suficiente como para sostener una conversación y dejar en ridículo hasta el más pintado. Jamás lo vi leer un libro, pero desplegaba una cultura general envidiable que hacía poner en aprietos a los más eruditos del barrio. Le decían ingeniero, profesión que en esa época era reconocida y atribuida solo a los más respetados.

Aprendí de él mirándolo: su puntualidad de reloj suizo, el valor de la palabra, a confiar en la gente, aún a sabiendas que te podían estafar, a no pedir favores, ni a deberle a la gente que no lo merecía –increíble ¿no? – A pedir fiado con calidad, sin darle pie a que se lo pudieran negar, y a querer a los amigos sobre todas las cosas.

Era un bebedor invicto y público (odiaba, como yo, el anonimato). Era numeroso como el uno del número mil, su recuerdo todavía lo siento tan fresco cómo su cadáver. Su fragancia aún huele a ron Flor de Caña, de veintiún años, del que no pudo conocer, pues solo llegó tomar, el de siete años, el que podía ofrecerle, cada vez que llegaba para asilarme en Lima, expulsado por mis hijas y mi esposa, por mi mal humor y pésimo comportamiento.

Mi padre, en sus mejores momentos, era de las personas que podían beber, hasta el hartazgo, todo el año, incluido los feriados, sábados y domingos. Sólo había un único día que no tomaba: el día que cumplía años. Se engreía, y no quería ver, ni hablar con nadie ese día. Se ponía en el umbral de la puerta a leer el periódico desde las seis de la mañana hasta que cayera la noche. Nunca entendí por qué el día de su cumpleaños su abstinencia al alcohol era casi total.

Tenía crédito a sola palabra, cosa que nunca utilizaba ni aprovechaba, salvo estuviera borracho o a punto de empezar una nueva obra de construcción.

Recuerdo una vez que sus balas –como él llamaba al dinero- se habían agotado y ya no era posible seguir bebiendo sin recurrir al crédito que tanto detestaba. “Observa” –me dijo mi padre- dirigiéndose al dueño de la cantina. “¿Tienes cambio de cien dólares?” “No” –le contestó el cantinero- “pero no te preocupes, Julio, cuando cambies me pagas nomás”. Era orgulloso hasta para pedir fiado y prefería recurrir a alguna artimaña con tal de evitarlo.

Cuando firmaba un contrato de una obra de construcción no pedía adelantado, ni siquiera para los materiales, cosa que llamaba la atención de los dueños de las casas que construía y que en cierta forma le aumentaba su credibilidad y prestigio, tan venida a menos –por esa época- de los maestros de construcción civil.

La credibilidad que él tenía la usaba con sus proveedores a quienes sólo les bastaba su palabra para entregarle los materiales de construcción que necesitaba para iniciar la obra. La retribución de mi padre era más que generosa, pues pagaba mucho más de lo que costaba los materiales. Nunca escuché a alguien -en la vida que él tuvo- reclamarle por alguna deuda impaga.

Así era mi padre, así lo recuerdo, intacto como si todo hubiera ocurrido ayer.

En este preciso instante, en la que se me agotan las palabras, se me viene abruptamente la melodía del gran Piero, y no puedo evitar reinventar la letra de esta canción en el nombre de mi padre:

“No era el mejor tipo mi viejo, pero me enseñó a querer a mis amigos con el tiempo. Tampoco andaba solo, ni acostumbraba a esperar al viento. Me enseñó a sentirme acompañado de mí mismo, sin esperar nada del tiempo. Su tristeza era corta de tanto ir presuroso con su bicicleta a pesar de sus 82 años. Ahora lo miro desde lo más profundo de mí y aún no lo entiendo. Y es que éramos tan distintos: el creció con sus cayos y cervezas, yo crecí perdiendo la fe en la revolución y en el buen vino. Viejo, mi querido viejo, no sabes la falta que me hace un abrazo tuyo en esta tarde mágica, donde sobran las palabras y hace falta el vino. Viejo mi querido viejo, ese andar alborotado no te lo perdonará nunca el viento. Quisiera ser el vino para recorrer tus venas y gritar que soy tu silencio mi viejo, y reclamarle al tiempo que no te dio un poco más de vida para una despedida. Viejo mi querido viejo, ya no soy tu sangre mi viejo. Ya no soy más tu silencio ni tu tiempo…”

Mi padre murió una mañana fría muy cerca de la primavera, cuatro años después que se fuera mamá. Todavía me duele saber que no debió morir el día que murió. La muerte fue implacable y le negó una despedida: murió con el teléfono -que yo había dejado de pagar hacía meses – en la mano. No sé a quién quería llamar, pero no tengo la menor duda que quería despedirse de alguien o tal vez de todos.

 (*) Dedicado a mi padre rotuno como una patada.

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