POR: GUSTAVO PINO
En el segundo día de actividades del X Congreso Internacional de la Lengua Española, en la Biblioteca Mario Vargas Llosa, decidí asistir —como corresponsal de Prensa Regional— a la presentación del «Diccionario Mario Vargas Llosa: Habitó las palabras», luego de un café apurado en la calle Mercaderes. Afuera, la mañana olía a pan reciente y al tránsito que subía desde la Plaza de Armas.
Mario Vargas Llosa no solo escribió novelas; se instaló en el idioma, lo habitó como quien ocupa una casa en ruinas y la levanta con sus propias manos. La presentación comenzó puntual. En la mesa central, Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, señaló que este diccionario es «una cartografía simbólica y afectiva del universo vargasllosiano», elaborada por cien autores de España y América Latina. Cada uno de ellos, explicó, «recibió una palabra vinculada a su vida o a su obra, para construir un mapa coral que une las orillas del español».
Morgana Vargas Llosa, en la palestra de presentadores, escuchaba con atención. En la pantalla aparecían palabras que resumían una trayectoria: sociedad, rebelión, Garcilaso, catedral. La música de fondo acompañaba la lectura de fragmentos del libro. Uno de los ponentes recordó que el proyecto nació en la colección Los Galeotes del Instituto Cervantes, concebido «como un gesto de gratitud y admiración hacia un autor que ha hecho del lenguaje un instrumento de libertad».
Cuando habló Carlos Granés, antropólogo y ensayista, el tono cambió. Contó que sintió la dificultad de presentar «un libro que todavía no se ha leído del todo, porque su lectura no termina nunca». Añadió: «Lo que este diccionario nos ofrece no es solo un retrato de Vargas Llosa, sino la prueba de su ambición estética: construir una novela total capaz de reemplazar la realidad».
En la segunda parte, Jordi Gracia —crítico y ensayista— se refirió al autor como «un habitante del lenguaje», un escritor que «lee y escribe con una valentía interpretativa poco común». Recordó su vocación por la crítica literaria y su capacidad para desafiar las ideas establecidas. «Vargas Llosa nunca fue un lector complaciente —dijo—; fue un lector que incomoda, que interroga, que no acepta la pereza intelectual».
El público escuchaba en silencio. Afuera, las campanas de Santo Domingo sonaban con regularidad. Gracia continuó: «En sus novelas, el poder no es solo una categoría política, sino una tensión humana que se manifiesta en la vida íntima, en la pasión, en el deseo». Luego citó una de las frases más recordadas: «La literatura es rebelión». La pronunció con un leve énfasis, como si repitiera una convicción personal.
El diccionario, explicaron, se organiza como una biografía coral. Las voces que lo integran funcionan como espejos fragmentados. Algunos autores escriben desde la cercanía; otros, desde la lectura. Todos coinciden en una idea: la literatura de Vargas Llosa es una búsqueda del orden dentro del caos, una exploración de la libertad frente al poder. «Su curiosidad —dijo Granés— es inagotable; su obra, una radiografía moral de la condición humana».
Hacia el final, se evocaron los lugares donde el escritor formó su mirada: Lima, París, Londres, Madrid. «Londres fue su ciudad de libertad —recordó García Montero—, el espacio donde su escritura alcanzó madurez y distancia». También se mencionó al Inca Garcilaso, figura esencial en su imaginario, y a su madre, de quien heredó la disciplina y el gusto por la lectura.
El cierre fue sobrio. Sonó nuevamente la música y una voz en off repitió: «Habitó las palabras». La frase quedó suspendida en el aire. Los asistentes se dispersaron entre los estantes; algunos tomaban fotografías, otros buscaban un ejemplar.
Al salir, el sol iluminaba la calle San Francisco. Pensé en esa expresión —habitar las palabras— y entendí que eso hacen los escritores: no las usan, las viven. En ellas encuentran una forma de persistencia, una manera de resistir al olvido.