POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
No se puede tergiversar a la filosofía y tomarla como un asunto serio. A veces, pensamos que ella es una actividad austera de reflexión y discusión, de cátedra y alumnado, de revistas y premios académicos. Pero atribuirle únicamente estas características es incurrir en un error. Para aquellos que creen que la filosofía es trabajo bibliotecario y empecinamiento intelectual, recuerden cómo nace ella.
Surge, nos dicen algunos manuales, con el filósofo Tales de Mileto, con su nueva visión del universo, señaladamente, con una visión ya no mítica de este. Puede ser cierto. Pero ahora volteemos la página: Tales, un día, caminando y contemplando las bóvedas de los cielos, resbaló y cayó en un pozo. Su criada, que lo acompañaba, se burló de él, refiriendo que el sabio, por estar preocupado en los misterios de arriba, ni siquiera se daba cuenta de lo que tenía frente a los pies. Enseñanza exquisita, advertencia inmortal de esta perspicaz sierva anónima, como para que se entienda qué es qué: en el buen sentido, la filosofía es una broma, un intermedio irónico, un placer de los contrarios. Se investiga el cielo, pero también hay que hundirnos en el barro de la cotidianeidad.
Muchos intentan soslayar este lado no serio de la filosofía y piensan que ella debe ser más bien una especializada profesión, a secas. Entonces el filósofo cínico Diógenes les sería un ser curioso, una simple ocasión para la mofa de sobremesa. Fue el alemán Friedrich Nietzsche quien dio un golpe efectivo a la concepción señorial de los filósofos hiperacadémicos. Lo hizo de dos maneras, a saber: la primera, mediante su decisión de abandonar la docencia de filología (que es una vertiente más estricta, digamos, de la filosofía) para dedicarse a la especulación libre, a los viajes de sanación espiritual y a la búsqueda de sí mismo. La segunda fue a través de la forma de enfocar el estudio filosófico: para él, lo más importante sería los hombres que los pensamientos, las vivencias que los sistemas abstractos.
Luego, si la filosofía fuese más valiosa por las anécdotas que por los sistemas de ideas, las Vidas y opiniones de los filósofos del genial Laercio sería la obra por excelencia. Dicho ejemplar es la carta que nos devela el reverso de la filosofía: nos trae a la luz hechos curiosos e ilustrativos de los pensadores antiguos. Se expone a estos en sus errores y aciertos, en su llano carácter, ya sin velos de santidad. Aparece entonces, por ejemplo, un Tales de Mileto que, sin vergüenza, dice: «Agradezco a la Fortuna. Primero por haber nacido hombre y no animal, luego varón y no mujer, y, en tercer lugar, griego y no bárbaro». He aquí ya no al sabio, al estudioso de los cielos, sino al griego en su salsa.
Anaxágoras, otro heleno investigador de los astros, mostraba el mismo desparpajo. Cuando le noticiaron de la muerte de sus hijos, dijo con naturalidad: «Sabía que los había engendrado mortales». Antístenes, otro de la época, tiene su propia historieta. Al preguntársele qué tipo de mujer se debía elegir como esposa, afirmó: «Si es hermosa, será tuya y también ajena; y si fea, solo tuya será la pena». Aunque se le atribuye una frase notable para con el oficio del gremio: al preguntársele qué había sacado estudiando filosofía, él contestó: «El ser capaz de hablar conmigo mismo». Y, por supuesto, en este brevísimo anecdotario, no puede faltar el ya mencionado Diógenes el Perro, quien acostumbraba a masturbarse en público expresando: «¡Ojalá se calmara el hambre también con frotarse la barriga!»
Los griegos, los auténticos precursores, asombran por ese decir y hacer sin tapujos. Su frescura todavía se siente hasta nuestros días y sus figuras parecen más vivas que los ñoños e insípidos individuos contemporáneos. El sujeto de hoy es un elefante de hojalata. El griego de antaño –que gustaba de bailar desnudo, que se arrojaba a un volcán para demostrar su divinidad, que defendía la convivencia con prostitutas–, tiene el sello y el brillo de una polémica autenticidad, pero autenticidad al fin y al cabo. El griego no pone nada entre bastidores: no desliga la filosofía de la vida; en un mismo ser, reúne el anverso y el reverso de la condición humana.