POR: CESAR CARO JIMÉNEZ
El actuar del actual presidente norteamericano Donald Trump, nos trae el recuerdo de cómo las monarquías y los reinos surgieron en la historia como formas de organización política en las que un monarca o rey concentraba el poder supremo, generalmente heredado, sobre un territorio y su población. Estas estructuras tenían sus raíces en las antiguas civilizaciones, donde el liderazgo se atribuía a figuras divinas o a linajes familiares considerados legítimos para gobernar.
Durante la Edad Media y la Edad Moderna, las monarquías alcanzaron su máximo predominio en Europa, consolidándose en estados centralizados y estableciendo sistemas de gobierno donde la autoridad del rey era absoluta o casi absoluta. Este modelo fortaleció la identidad nacional, la economía y la cultura, pero también generó conflictos por el control del poder y las tierras.
Con el paso del tiempo, especialmente a partir del siglo XVI y XVII, las ideas del humanismo, la Ilustración y los movimientos de pensamiento político comenzaron a cuestionar la autoridad monárquica absoluta. Se promovieron conceptos como la soberanía popular, los derechos humanos y la separación de poderes, que contribuyeron a la transformación del sistema político.
La Paz de Westfalia, firmada en 1648, fue un conjunto de tratados que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en el Sacro Imperio Romano Germánico y a la Guerra de los Ochenta Años entre España y los Países Bajos. Este acuerdo es considerado un hito en la historia del Estado moderno, ya que estableció principios fundamentales para la soberanía estatal, la igualdad entre naciones y la no intervención en los asuntos internos de otros países. La Paz de Westfalia marcó el inicio del reconocimiento del Estado como unidad soberana y contribuyó al declive del poder absoluto de las monarquías, dando paso a un sistema de Estados-nación donde el poder reside en las instituciones del Estado y no en un monarca.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el mundo ha experimentado avances significativos en la cooperación internacional, derechos humanos, desarrollo económico y estabilidad en muchas regiones. Sin embargo, en los últimos años, esa prosperidad y ese orden se ven cada vez más amenazados, y mucho de lo que se ha ganado empieza a desmoronarse, en gran parte debido a las acciones y decisiones de figuras controversiales y a la apatía generalizada en la comunidad internacional.
La llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos marcó un giro hacia el proteccionismo, el escepticismo hacia las instituciones multilaterales y una política exterior centrada en intereses inmediatos y en el enfrentamiento en lugar de la cooperación. Sus políticas y retórica contribuyeron a erosionar alianzas tradicionales, debilitando organismos internacionales y creando un clima de incertidumbre que favorece el auge de la violencia y la ley del más fuerte en el escenario global.
Por otro lado, la indiferencia y la pasividad de gran parte de la comunidad internacional ante problemas críticos —como la crisis de los refugiados, los conflictos armados y el cambio climático— hacen que las entidades que sostienen el orden mundial, como la ONU, la Unión Europea o las instituciones financieras internacionales, pierdan su efectividad. La falta de acción coordinada y el desinterés generan un vacío de liderazgo que alimenta la inestabilidad, permitiendo que las fuerzas más violentas y autoritarias tomen protagonismo.
Existe también un temor latente: que la pérdida de las conquistas logradas desde la posguerra pueda desembocar en un escenario donde la violencia, el autoritarismo y la ley del más fuerte prevalezcan, poniendo en riesgo la estabilidad y el bienestar de las generaciones futuras. Todo lo que se ha ganado desde 1945 está en riesgo de desaparecer si la comunidad mundial no logra revertir esta tendencia y fortalecer sus entidades clave, asumiendo con responsabilidad y compromiso la tarea de construir un orden más justo, solidario y pacífico.
La historia nos advierte que la indiferencia y la pasividad solo alimentan la destrucción, y que el verdadero despertar requiere de una voluntad activa y valiente para afrontar los retos del presente. Caso contrario, veremos surgir personajes —los estamos viendo— muy parecidos en ideas y actuar a un Hitler, Mussolini, Stalin y otros tantos, con el agregado de soñar o actuar como reyes o emperadores, muchas veces con el aplauso mayoritario.