POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
Si alguien pensaba que la decidida actitud de la presidenta del Poder Judicial, Yanet Tello, en su mensaje por el Día del Juez —quien de manera directa y pública confrontaba los frágiles y condescendientes argumentos de la autógrafa de la ley de amnistía— podría conminar a la presidenta Boluarte a no promulgarla, fue un grueso error de percepción; pues no solo la promulgó, sino que lo hizo con la mayor magnificencia y publicidad.
Una pregunta inmediata y natural es: ¿qué motivó este reposicionamiento y cambio abrupto en la presidenta, de una acérrima defensora de los derechos humanos —con mayor razón cuando alega para sí ser “mujer y provinciana”— a una manifiesta encubridora y protectora de quienes, ostentando una autoridad, se colocaron en el lugar de los criminales, deshonrando el bien ganado respeto de nuestras instituciones rectoras?
Precisamente esta falta de consecuencia política, la carencia de valores democráticos y la solidez argumentativa en nuestros liderazgos políticos los llevan a relativizar sus propios compromisos y mensajes políticos. Ni siquiera cabe la ética de la responsabilidad como soporte, pues con sumo oportunismo renuncian a sí mismos, ahondando la brecha de desafectación democrática de nuestros ciudadanos.
La nueva ley de amnistía sobre violaciones de derechos humanos que beneficia a militares, policías y civiles acusados o condenados por graves violaciones de derechos humanos en el conflicto armado interno de 1980-2000 no es nueva. Hace 30 años se intentó lo mismo, lo que la valiente decisión de jueces peruanos y la justicia internacional determinó su inaplicación. Como consecuencia, apegados al derecho de acceso a la justicia, al derecho a la verdad y a la responsabilidad como Estado y sociedad de investigar y sancionar, se sometió a los tribunales de justicia a los acusados, investigándose y sancionándose a los responsables civiles o militares.
Hoy, los afanes autoritarios desde el Parlamento y con el sometimiento del Ejecutivo, sin ser los únicos, vienen alentando leyes que pasan por alto el respeto a los derechos humanos y, en el caso presente, la impunidad. Aquí también se coloca la reciente ley de prescripción, sin que nada asegure que sea la última. Ingresados en el último año de gobierno, tratarán de cerrar todos los temas pendientes.
Un argumento recurrente es que los defensores de la democracia —militares y policías— están sujetos a una interminable persecución judicial, habiéndose sacrificado por el país y recibiendo como respuesta odio, reproche social y sanción penal. Tenemos que separar la paja del trigo: no admite discusión alguna que hubo y hay valiosos militares y policías que dignificaron su uniforme, se sacrificaron y entregaron por la patria, a quienes debemos honor y respeto. Pero también hubo quienes, empoderados de autoridad, incurrieron en crímenes atroces, actuando con premeditación y alevosía, que una democracia —aun endeble como la nuestra— bajo ninguna circunstancia merece dejar pasar por el legalismo del olvido.
Y bajo ese mismo contexto, ¿qué le respondemos como Estado a los familiares de las víctimas, a las madres, padres e hijos que aún están a la espera de encontrar a sus “desaparecidos”? Aun en el transcurrir de los años se mantiene viva la esperanza de justicia y de darles una cristiana sepultura, como forma de honrar a sus seres queridos. La impunidad legal no puede ser paño que encubra a criminales y desaparezca de un plumazo el más noble sentimiento humano: encontrar a aquel que fue llevado por quien debía protegerlo.
Si bien es cierto que los procesos judiciales se han prolongado en exceso, lo que no debe ser asumido como un hecho aislado es parte de un mal que, como sistema de justicia, venimos arrastrando tiempo atrás. Sin embargo, en los casos sobre violaciones a los derechos humanos que pretende liberar esta ley, son múltiples las respuestas y muchas de ellas descansan en los propios encausados: apelando a instrumentos procesales dilatorios, el cambio de fuero militar a civil, hasta la primigenia ley de amnistía postergaron un oportuno encausamiento.
Pero también esta larga espera de justicia compromete de sobremanera a los familiares de las víctimas, que con encomiable paciencia nunca perdieron la esperanza de que tendrían justicia para sus deudos, el único consuelo de la arbitraria ausencia.
¿Podemos dar por hechos consumados que la ley se aplicará de “inmediato”, tal cual lo ordenó el Tribunal Constitucional en el caso del indulto humanitario a Fujimori? La respuesta es no. Tendrá que determinarse su aplicación caso por caso, y los jueces tienen que ejercitar un deber funcional: revisar la compatibilidad constitucional de dicha ley, bajo su responsabilidad del llamado control difuso. Y aún más: siendo parte del sistema interamericano de derechos humanos, al que soberanamente nos sometimos, tienen que revisar también la compatibilidad con el ordenamiento jurídico interamericano, el control de convencionalidad, que es de obligatorio cumplimiento. Nuestros jueces han asumido una importante labor bajo esa perspectiva. La evidencia más clara la tenemos con la ley de prescripción, que ante su ineficacia precisamente motivó esta nueva ley de amnistía.
La fiscal de la Nación ha anunciado que interpondrá una demanda de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. Conociendo el perfil de su actual composición —a los jueces los conoces por sus decisiones—, no se propone como alentador, lo que no debe sumirnos en la decepción. Pues nuestros jueces, aun sobre lo que decida nuestro máximo intérprete de la constitucionalidad, están habilitados para aplicar la convencionalidad sobre lo que esta última decida.
Lamentablemente, la atención mundial estuvo puesta sobre nuestro país por las graves violaciones a los derechos humanos bajo el binomio Fujimori-Montesinos. Hoy el debate y la atención se repiten bajo un nuevo binomio Boluarte-Congreso, asumiendo una actitud arrogante y provocadora. Se insiste y persiste en la soberanía, pero bajo una novísima connotación: desentenderse de los derechos humanos, instrumentalizar la Constitución, coactar los poderes públicos y desligarse de sus obligaciones internacionales.
Ya no solo somos un Estado fallido, sino también autor y cómplice de una inmerecida desinstitucionalización. Y pensar que ciframos nuestras mayores expectativas en el Bicentenario. No hay mal que dure cien años ni pueblo que lo soporte. Pasará, volveremos por los carriles de la justicia y la decencia política.