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El mito que hay detrás

El mito de la circularidad estremece, porque representa un encierro angustiante.

POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS   

Dos cosas estremecen, en principio, al hombre: la nada y la circularidad. Con la nada, pensamos en la muerte, en la cesación total de la existencia, en que ya no habrá un más allá en que podamos aún relacionarnos o coincidir. De ese modo, la nada, en muchas regiones del mundo, se presenta como una opción insoportable y hasta atroz. Puede afirmarse, en ese sentido, que la historia, la filosofía y la religión de occidente se ha fundado en esta concepción de la nada o, mejor dicho, en el horror vacui.

La circularidad se asume de una forma diferente. En este caso, el hombre no teme la no-existencia, sino que la existencia se repita; es decir, que nuestras vidas se vuelvan a repetir, una y otra vez. En las regiones asiáticas, como la India, se cree que nuestros cuerpos reencarnan en otros seres (humanos, animales o plantas), a modo de castigo. Es lo que se ha llamado samsara o rueda de nacimientos y muertes. Conforme a las culpas (o karma) que hemos ido acumulando en nuestras vidas pasadas, sufrimos sus consecuencias en la vida presente. Liberarse (o “moksha”) de esos ciclos implica todo un trabajo espiritual.

Como se ve, en estas dos concepciones míticas de las cosas, una estremece porque hay un fin; y la otra, porque ese fin, en verdad, no tiene término. Ahora solo deseo quedarme con la segunda: la idea de la circularidad del universo. Como todo mito, es posible encontrar vertientes de este acorde a las culturas que lo han adoptado.

En el caso de la India, según observamos, la circularidad expresa un matiz negativo, pues el renacimiento se asocia con una culpa. En cambio, en la cosmovisión de los antiguos peruanos (donde está también presente este mito), la circularidad poseía una cualidad positiva: indicaba la serie de ciclos en que el mundo debía reflorecer; en tal sentido, dioses y hombres volvían a nacer o germinar para expandir la vida.

Esta creencia en la circularidad es detectable en muchos personajes reconocidos: desde el poeta antiguo Empédocles, hasta el pensador moderno Friedrich Nietzsche. El cine, que es una de nuestras mayores expresiones culturales, la ha acogido con gran devoción. La magnífica película Cloud Atlas (o El atlas de las nubes), del año 2012, cuenta las peripecias de varias personas que van reencarnando, de tal modo que sus nuevas vidas están determinadas por actos cometidos antes de nacer. Cloud Atlas nos lleva a un futuro postapocalíptico y quizá terrible, pero su valor distintivo recae en que es posible volvernos a encontrar, aunque con distintos cuerpos, cada cierta época.

A su modo, el film El día de la marmota, de 1993, concibe este mito: en este caso, el personaje principal, Phil Connors, debe volver a vivir el mismo día, una y otra vez. No se sabe quién le impuso esta condena, ni por qué. De su parte, Connors tratará de disfrutar de ese regalo divino, pero pronto se dará cuenta de que está en la peor cárcel: la cárcel del tiempo.

Eso lo perturba, lo agobia y lo desespera. Trata de suicidarse varias veces. Pero vuelve a vivir el mismo día. ¿Cómo salir? La película parece –y solo parece– admitir una solución patética. Sin embargo, termina por revelar una lección maravillosa: aun en la condena de vivir el mismo o un solo día, es posible reformarse. Aun en el determinismo, se puede esbozar una libertad. Eternamente deberíamos aplaudir esta película.

El mito de la circularidad estremece, porque representa un encierro angustiante. Fue un notable peruano, César Vallejo, y cuya obra es recordada ahora por sus cien años de aparición, quien pudo intuirlo excelentemente. En su poema II de Trilce se alude a esa cárcel del tiempo, o cubo metafísico, en la que los gallos, en vez de anunciar el nuevo mañana, cantan “era era era era”. Al fin y al cabo, todo mito es poesía.

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