POR: GUSTAVO PINO
En el Perú, casi todo empieza y termina en Lima. Los sellos editoriales, los suplementos culturales, las ferias del libro, los premios y los fondos públicos se concentran en la capital. El resto del país es territorio de lectores dispersos y autores que imprimen por cuenta propia, que venden en ferias escasas o por redes sociales. En esta geografía desigual, hablar de “circulación del libro” suena todavía a metáfora. Nadie menciona que en el Perú aún hay regiones sin una sola librería o que las bibliotecas escolares o municipales, en muchas regiones, son depósitos de textos desactualizados (si es que, en el mejor de los casos, siguen en funcionamiento).
En ese contexto, la X edición del Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) llegó a Arequipa e incluyó, en su cuarto día, el “Encuentro de editores para la accesibilidad del libro en Perú y su circulación en América Latina”, realizado en la Biblioteca Mario Vargas Llosa.
Raquel Calella, directora cultural del Instituto Cervantes, toma la palabra. Habla de redes de bibliotecas, diplomacia cultural, traducción. Describe un idioma que crece, que se expande. En teoría, el español es una lengua poderosa. En la práctica, no todos pueden leerlo. En el Perú, siete millones de personas tienen el quechua como lengua materna, y pocas pueden acceder a un libro en su idioma. Sin embargo, las cifras no aparecen en los discursos.
Más tarde interviene Pilar Reyes, directora editorial de la División Literaria de Penguin Random House. Menciona que el mercado del libro en español creció un 35% desde 2019. En Colombia, el aumento fue de 63%. En Perú, también hubo crecimiento, dice. Pero no aclara que la mayoría de esas ventas ocurren en Lima y que el auge digital es un privilegio reservado para quienes tienen conexión estable. En las provincias, el libro sigue llegando tarde, si llega.
Se habla de la “zona común del libro iberoamericano”. Un espacio simbólico donde los libros circularían sin trabas entre países de habla hispana. Pero por ahora es solo una idea. Las barreras aduaneras, los impuestos y la falta de políticas de traducción mantienen fragmentado el mapa. Los libros cruzan el Atlántico con más facilidad que los Andes.
El centralismo no es solo un asunto geográfico, sino mental. Desde la capital se decide qué se publica, qué se distribuye y qué se lee. El sur —Cusco, Puno, Moquegua, Arequipa— sobrevive en los márgenes del circuito oficial. Los proyectos regionales se sostienen en la autogestión: editoriales pequeñas, colectivos literarios, ferias independientes. Publicar se convierte en un acto de resistencia.
Cuando en el encuentro se menciona la “accesibilidad”, el público asiente. Pero en el Perú la palabra tiene otro sentido. No se trata solo de libros digitales o en braille, sino de acceso básico: disponibilidad, precio, distribución. En las ferias locales, las editoriales independientes pagan sus propios espacios e imprimen tirajes cortos y dependen del boca a boca. Las bibliotecas municipales operan con presupuestos mínimos. La Ley del Libro, pese a sus prórrogas, no logra equilibrar las condiciones del mercado.
En un momento, un orador dice: “El libro es una patria móvil”. La frase me recuerda a un niño que vendiendo marcadores de colores frente a la puerta de la biblioteca. Es una imagen simple, pero precisa: el libro como símbolo de pertenencia, pero también como frontera.
El cierre llega con un aplauso largo y una melodía de fondo. Se habla de cooperación, de optimismo, de nuevos presupuestos culturales. Nadie discute que, en el Perú, la verdadera accesibilidad del libro sigue siendo una promesa. Los editores extranjeros elogian el potencial de la lengua española, los peruanos anotan compromisos, intercambian tarjetas.
Al final, los asistentes salen al patio y se mezclan con los turistas. Desde el atrio, la ciudad parece otra: una mezcla de piedra, sol y vendedores ambulantes. Un escenario donde los libros circulan menos que los discursos. Pensar en español —como se dijo en la Feria de Nueva York— no basta si el libro no llega al lector.