POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Hace unos siglos, en un acto público, un joven judío de veinticuatro años, llamado Spinoza, fue expulsado de su comunidad con las siguientes palabras: «Por decreto de los ángeles y palabra de los santos, proscribimos, separamos, maldecimos y anatemizamos a Baruj Spinoza. Con el consentimiento del Dios bendito lo execramos con la excomunión con que maldijo Josué a Jericó, con la maldición con que maldijo Elías a los jóvenes y con todas las maldiciones escritas en el libro de la Torá. Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar y al salir. No quiera el Altísimo perdonarlo, hasta que su furor y su celo caigan sobre este hombre».
Este hombre, repito, se llamaba Spinoza y vivía en Ámsterdam hacia el siglo XVII. Por supuesto, la pregunta que todos se hicieron desde entonces es qué llevó a una comunidad judía a ensañarse de esa manera con un joven cuyos padres se le murieron pronto y que para ese momento solo estaba lleno de deudas económicas. Una respuesta es que Spinoza era lo que se denominaba en esos tiempos un librepensador y que, por ende, no acataba las férreas creencias y costumbres judías. Si ello es verdad, Spinoza, hoy en día en que valoramos mucho la libertad de pensamiento, sería un gran precursor y hasta un héroe. Pero las cosas no son tan fáciles (nunca lo fueron) con Spinoza.
La verdad en sí es que aquel joven fue expulsado por sus ideas acerca de Dios. Para el judaísmo, Dios es un ser personal, poderoso, con voluntad, creador del mundo terrenal (y, por lo tanto, no pertenece a este). Esta concepción también la heredó el cristianismo. Sin embargo, Spinoza creía otra cosa y esa otra cosa la plasmó definitivamente en su libro más intrigante: Ética (1677), cuya primera parte trata de Dios. Según Spinoza, Dios no es un creador, ni Alguien con voluntad libre; sino que es una sustancia infinita determinada a ser de un único modo; y nosotros, los humanos, no somos más que expresiones de esa sustancia.
Decir que Dios es una sustancia determinada, y no libre, ya es pecaminoso para judíos y cristianos. Pero hay algo más herético en la tesis de Spinoza y que está resumido en su frase que ha escandalizado a medio mundo, incluido a los filósofos: Deus sive natura. Es decir, Dios es la naturaleza. Así, para Spinoza, Dios no es ningún creador, ni está fuera del mundo, sino que es el mundo, se identifica plenamente con este. A la identificación de Dios con el mundo se le ha llamado, técnicamente, panteísmo.
Ahora comprendemos mejor a aquellas consternadas autoridades judías que decidieron expulsar al joven Spinoza. Este estaba proponiendo, en efecto, abominables herejías. Y por eso ahora también entendemos por qué siempre ha sido un desterrado no solo de la religión, sino también del pensamiento occidental en general. Cuando en Alemania al filósofo Hegel se le acusó de panteísta spinoziano, este salió rápidamente a defenderse de tal imputación.
Pero si Occidente no quiere a Spinoza, no nos debe preocupar, por la sencilla razón de que no todo el mundo es occidental. Interesantemente, en la cosmovisión americana nativa, el pensamiento de este judío exiliado encontraría su mejor cauce. Mejor dicho: en la visión prehispánica –de la cual muchos somos deudores y herederos–, la naturaleza es divina, se comunica, está viva; Dios, por ende, no está fuera, sino en el mundo. La potencialidad del pensamiento de Spinoza puede encontrar en la profundidad mítica de los Andes un asilo perfecto.