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25 abril, 2025 1:38 pm

El día que un mollendino encontró a Vargas Llosa en tierras brasileñas

POR: GUSTAVO PINO     

Ha muerto Mario Vargas Llosa. El último del Boom. El Nobel que puso al Perú en las páginas de la literatura universal. Ningún otro peruano ha ganado un Nobel. Solo él. Y cuando un gigante se va, florecen las historias pequeñas. Las que no salen en las portadas, pero que guardan el alma del personaje. Esta es una de esas historias. Y no ocurre en París ni en Madrid, sino en un rincón industrial del Brasil profundo, contada por Henry Arenas —amigo de mi padre—, un profesional mollendino que, por un azar del destino, cruzó caminos con Vargas Llosa en un lugar donde no debería haber pasado nada.

Pindamonhangaba. Un nombre tan largo como improbable. En guaraní significa “el lugar donde se fabrican los anzuelos”, y queda a medio camino entre São Paulo y Río de Janeiro. Allí, en ese corazón industrial del Brasil, Henry Arenas —ingeniero químico de profesión— trabajaba en CONFAB, una fábrica de tuberías de la empresa Tenaris. Una planta colosal que produce tuberías industriales para medio mundo. Aunque se le dice “una fábrica”, en realidad son siete fábricas dentro de un mismo complejo. Una ciudad del acero. Y ahí trabajaba Henry, bajo un régimen exigente: veinte días de labores, diez de descanso que aprovechaba para regresar a su país.

La noticia del Nobel había estallado hacía poco más de una semana. Mario Vargas Llosa, el escritor peruano más universal, había ganado el Premio Nobel de Literatura. El primero. El único. En medio de ese orgullo silencioso, Henry esperaba una movilidad de la empresa como de costumbre. Se encontraba en las afueras del aeropuerto de Guarulhos, en São Paulo. De pronto, entre los pasajeros que iban saliendo, divisó una figura que le pareció conocida. Dudó. Sin embargo, no quiso quedarse con la duda. Se acercó con cautela, solo para escuchar. Y entonces la oyó. “Esa voz inconfundible”, recordaría después. Era él. Mario Vargas Llosa, en carne y hueso, ahí mismo, sin protocolo, sin prensa. Conversando con un acompañante brasileño, como cualquier viajero más, con su andar tranquilo. “La gente siempre se ve distinta en persona, no como en televisión… Se le miraba más colorado”, comenta Henry, sonriendo.

Las inmediaciones del aeropuerto habían quedado casi desiertas. La mayoría de los viajeros ya se había marchado. Se quedó cavilando bajo el sol, en la avenida que bordeaba la terminal. Vargas Llosa estaba sin guardaespaldas, sin tumulto. Henry lo llamó por su nombre “¡Mario!” con la voz seca por la emoción y la sorpresa. Vargas Llosa volteó y lo quedó mirando. Henry terminó de acercarse. “Yo lo llamé para que no siguiera cruzando hasta el otro lado de la avenida”, relata. Le pidió que lo esperara. Henry observó su alrededor. No había cámaras. No había homenajes. Solo un mollendino frente a su Nobel.

El escritor se detuvo, lo miró. Henry cruzó la avenida, le tendió la mano y dijo:

—No, no, Mario, solo quería saludarte. Aunque un poco tardío, te ha llegado de todas maneras el reconocimiento que te merecías.

Vargas Llosa lo observó con interés y le preguntó:

—¿De dónde eres?

—Soy de Mollendo —respondió Henry.

Y el Nobel arequipeño, con una sonrisa, le tradujo al brasileño que lo acompañaba:

—Él es paisano mío.

Conversaron brevemente. Henry le explicó que estaba ahí para supervisar la fabricación de una tubería encargada para un proyecto especial.

Vargas Llosa asintió, interesado. Le comentó que estaba en Brasil invitado por la Universidad de São Paulo, donde daría una conferencia ese mismo día. Entonces Henry aprovechó la confianza del momento para bromear:

—Mario, ahora que estás cerca del comité del Nobel, habla con ellos pues, que incluyan a la soldadura, a ver si tengo alguna chance de ganar algo.

El Nobel soltó una carcajada, como cuando el periodista de Univisión Noticias, Jorge Ramos, le preguntó qué opinaba sobre el lenguaje inclusivo; le palmeó la espalda y respondió:

—Ya, voy a hacer lo posible.

“Me dio un abrazo”, comenta nostálgico. No hubo fotos, ni firmas. Henry llevaba en su maleta un libro de Vargas Llosa, vetusto, que había rescatado de algún estante al enterarse de que teníamos un Nobel de Literatura. No hubo tiempo para sacarlo. Pero tampoco hizo falta. “Me trató como si fuéramos amigos”, dice Henry. En ese breve instante ocurrió algo más valioso que un autógrafo. Un gesto de humanidad. Una conversación simple. Una conexión fugaz, sincera, irrepetible. “Yo sabía que esa oportunidad no iba a repetirse. En Perú, si alguna vez lo veía, seguro iba a estar rodeado de gente. Acá, en este rincón del mundo, se dio el milagro, reflexiona Henry.

Hoy, mientras el mundo despide al último del Boom, esta historia respira como esas pequeñas joyas que se cuelan entre la historia oficial. No hay multitudes. Solo un saludo, un “paisano”, y el recuerdo imborrable de haber cruzado caminos con la historia, en un paradero cualquiera.

Análisis & Opinión