POR: GUSTAVO PINO
Se escuchaban quiquiriquíes de amanecer en el corral de la esquina. Gradas de pisadas tenues. Bisagras desentonadas. Su voz me animaba a despertarme: era mi abuelo materno. El canto agudo y seco del catre y paja acompañaba el inicio del día. Pelos firmes hincaban mi rostro. La chompa de lana producía un sonido áspero al rozar mi cuerpo. Zapatos aplaudían contra el piso de madera, avanzaban sin pausa. Boca abierta en demasía sin auxilio pronunciado. Huesos tronaron en la superficie lisa de los peldaños. No pasó nada: un resbalón y caída de nalgas para ambos. Risas cómplices que rompieron el silencio del amanecer. En la casa aún dormían.
Le pregunté a dónde íbamos, aunque ya conocía la respuesta. Era nuestro ritual secreto. Íbamos al depósito de espuelas y muñecas, de libros y patas peludas que entretejían hilos, de objetos que habían perdido su uso constante. Un rincón polvoriento al que llamábamos “El cuarto de los recuerdos”. Pero, sobre todo, era el refugio de los libros: pilas apretadas en baúles, anaqueles roídos y cajones que albergaban páginas amarillentas susurrando vidas pasadas.
—Tres son tuyos —dijo mi abuelo—, por tu cumpleaños siete.
Con ese anuncio, me dejó solo en El cuarto de los recuerdos con el bamboleo del vidrio anaranjado en el techo jugando con mi sombra.
El cuarto tenía su propio lenguaje. Cada rincón emitía un crujido, cada objeto tenía un susurro. Había olor a madera vieja, a papel que había absorbido el aroma de los años, el aroma de mi infancia: mezcla de tierra húmeda y paredes de adobe.
Me acerqué al primer baúl con la misma reverencia con la que un explorador descubre un tesoro. El metal de las bisagras rechinó al abrirlo. Dentro, una colección de libros desordenados, algunos sin carátula, otros con hojas sueltas, y en la esquina, un paquete envuelto en papel Kraft. Lo desenvolví con cuidado: tres libros pequeños —como había prometido mi abuelo—, pero robustos, de tapa dura y letras que se seguirían deteriorando hasta ser ininteligibles.
El primero era un tomo de cuentos con ilustraciones gastadas. El segundo, un manual de observación de aves que llevaba anotaciones a lápiz en los márgenes; reconocí la letra de mi abuelo, pulcra y diminuta. Y el tercero, una novela breve.
En ese momento, se apoderó de mí la obsesión de seguir explorando cada rincón del cuarto. En una esquina, como ya había narrado, colgaban espuelas antiguas, vestigios de caballos que nunca conocí. Sin embargo, sobre una mesa desvencijada, reposaban muñecas de porcelana que parecían mirarme con ojos guardando secretos inescrutables.
Mi abuelo regresó cuando la luz del sol había cambiado de ángulo. En su rostro había una mezcla de ternura y sarcasmo. Me encontró con el libro de aves abierto, imitando el trino de lo que parecía ser un jilguero retratado en una de las páginas.
Al escribir este relato es como si, por primera vez, entendiera el valor de ese espacio más allá de lo tangible. En el cuarto no solo había libros, muñecas y espuelas, sino también la esencia de quienes habían habitado nuestras vidas.
Cuando finalmente dejamos el cuarto —al menos por ese día—, las sombras se habían desvanecido, reemplazadas por una luz clara que iluminaba el pasillo que daba hacia la puerta principal de la casa.