POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Siempre tuve ilusiones de llegar al Caribe y palpar el Atlántico. Estamos tan acostumbrados al Pacífico, al nuestro, tan frígido, levantisco y verdinegro, por lo que nos parece una maravilla el ver un mar de cristal como el del Caribe. Y, en efecto, en el Caribe las aguas varían de color, que van desde lo más prístino hasta un azulado intenso. En la isla de San Andrés, donde estuve hace poco, la diafanidad y tranquilidad de sus aguas permite nadar y bucear junto a peces de diversos tipos.
Había llegado primero a Cartagena de Indias, en la costa colombiana. Cartagena no tiene maravillas extraordinarias (su castillo San Felipe y otros edificios antiguos son solo bellezas coloniales), pero tiene un encanto especialísimo que hace que todo el mundo vaya ahí. Las razones. Primero: su sencillez costeña de casas pequeñas, barrios de colores y vecinos alegres que no dejan de ofrecer bebidas. Segundo: sus playas relajantes, con olas serviciales y levemente encrespadas. Tercero: Cartagena se ha vuelto mucho más famosa por su hombre ilustre, Gabriel García Márquez. El escritor ha retratado en sus libros calles o lugares de esta ciudad; y la ciudad lo recuerda, a su vez, con retratos y frases en paredes o ferias.
De Cartagena me fui a la península Barú, aunque también llamada, impropiamente, Isla de Barú. Me fui en bus. Y si alguien va en bus, debe poner siempre atención y olvidarse un rato de los móviles. Eso es lo que me llevó a descubrir algo grato: el monumento a un peruano, Miguel Grau. Menos mal, me dije en esa ocasión, que no se trata de un moralista o un escritor, sino de un hombre eterno. Luego, ya en Barú, el calor se redobla. La mar es más turquesa. Las iguanas abundan. La gente disfruta cada segundo del verano.
Después tomé un avión y llegué a la isla de San Andrés, que, curiosamente, está más cerca de Nicaragua que de Colombia, a donde soberanamente pertenece por una decisión de la Corte de La Haya. San Andrés es una perla del Caribe: su mar varía en colores en tan solo unos metros, tiene islas pequeñas vecinas muy hospitalarias y los taxis estallan en vallenatos. Los nativos, naturalmente, son hombres de mar. Un hombre del Ande como yo conoció primero la piscina y luego el mar. Aquí es al revés. Y por eso, cualquier niño me ganaba en el buceo.
A la par que me tomaba un jugo de guayaba, uno de los típicos de la isla, divisaba a los mozos de mi hotel. Y, en verdad, recordé luego a todos los mozos y botones y limpiadores de los hoteles donde estuve hasta ahora. Todos eran de color. Los turistas eran blancos o gringos, excepto yo, claro está. No voy a hacer un discurso social ahora, pero pienso que incluso en una isla tan paradisíaca, puede haber siempre una cuestión de trasfondo a replantear.
Y el último día de mi estancia di una vuelta completa a la isla en carro. Mi licencia peruana me lo permitía. El carro era sin cubierta y por ello contemplé cada playa durante mi trayecto. Los bañistas se divertían con música alta. Las palmeras saludaban a cada paso. Los botes se mecían en los muelles. Olvidar esta isla, me dije, sería como olvidar el mismo mar. San Andrés es una brecha que marca, sin duda, un antes y un después.