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21 noviembre, 2024 8:12 am

Día de la Constitución

Nuestra Constitución ha quedado relegada, prima la política del día a día o la del interés mezquino.

POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS    

Responde al momento histórico-político que estamos compartiendo, una fecha tan singular que debiera recoger la atención indistinta de todos los peruanos. Pasó desapercibida, y aún más cuando desde el propio aparato estatal se deben tributar todas las atenciones, bajo su responsabilidad está la educación y, por ende, una cultura cívica de compromiso e identidad con nuestra Carta Magna. Por la ley 23661, se instituyó el 12 de julio de cada año como el Día de la Constitución Política del Perú.

El Instituto de Estudios Peruanos (IEP) realizó una encuesta nacional en 2022: un 53% dijo haber leído algunos artículos de la Constitución, un 4% respondió que leyó toda la Constitución y un 42% expresó no haberla leído. Entonces, ante el desconocimiento y la limitada identificación con la Constitución, se hace evidente nuestra responsabilidad como sociedad y como Estado de involucrar, de sensibilizar, de dar a conocer nuestra Constitución a la ciudadanía.

En nuestra historia republicana hemos tenido doce Constituciones, de las que nueve fueron promulgadas por gobiernos militares, y dos por gobiernos civiles autocráticos: Augusto B. Leguía (Constitución de 1920) y Alberto Fujimori (Constitución de 1993). La Constitución de 1979 fue promulgada por la propia Asamblea Constituyente, la misma que entró en vigencia una vez instalado el Gobierno democrático de Fernando Belaúnde Terry. La actual Constitución acaba de cumplir 30 años de vigencia. Su ilegitimidad, consecuencia de un autogolpe de Estado, y su ilegalidad, impulsada transgrediendo las normas constitucionales preestablecidas, han sido superadas por la convalidación manifiesta asumida por la colectividad, la consolidación de sus disposiciones en su permanente ejercicio y, en particular, la jurisprudencia emitida por el Tribunal Constitucional, que ha venido a suplir sus omisiones, adecuarla a los tiempos presentes, aunque su actual composición deja mucho que desear.

El 12 de julio se instituyó, con la Constitución de 1979, mirando en retrospectiva al gobierno militar de Velasco y Morales Bermúdez, para acentuar sus principios y valores innatos en un estado democrático constitucional, que la ciudadanía debe asumir. Así como un cristiano tiene a la Biblia de inmediato, un buen ciudadano tiene a la Constitución como su instrumento de vida en sociedad; no hay Estado que no tenga Constitución, implica orden, autoridad, derechos irrenunciables e irreductibles, y es fundamental su conocimiento. Por ello, más allá de ese deber ciudadano, está la responsabilidad del Estado de acudir a su permanente difusión, generando un mejor ejercicio de ciudadanía, que alentará una mayor participación ciudadana, la esencia de toda forma democrática.

Esta carencia de acciones conmemorativas es la perfecta radiografía del estado de cosas en el que se encuentra nuestro país. Es a nuestras autoridades y al Estado en general a quienes no les despierta mayor interés su convocatoria, no alterar la pasividad en la que está la población. ¿Qué sentido de oportunidad tiene para ellos decirles a los ciudadanos que tienen derechos constitucionales e instituciones rectoras que se deben al pueblo o apelar al principio instituido en el artículo 45, “el poder del Estado emana del pueblo”? Sería como despertar al león. Es la lógica de la supervivencia, no colocar en la agenda pública insumos que pudieran enardecer a los ciudadanos, por ello, renuncian a su rectoría como autoridades y relegan el derecho ciudadano de conocer su Constitución.

Hasta antes de aprobarse en segunda legislatura la restitución de la bicameralidad, ya se habían incorporado veintisiete reformas constitucionales; las primeras modificaciones fueron reactivas y básicas. Se prohibió la reelección presidencial y se establecieron, bajo el esquema de un gobierno unitario y descentralizado, los Gobiernos Regionales; y dentro de las últimas, encontramos la no reelección de autoridades municipales y regionales, la prohibición de postular a cargos públicos para los condenados por delitos dolosos, el acceso al secreto bancario en su labor especializada de la Contraloría General, y el acceso a internet libre.

La incorporación de la bicameralidad, que implica una modificación a cincuenta y tres artículos de la Constitución, pese a ser rechazada en consulta de referéndum por los ciudadanos en diciembre de 2018 y a la soterrada actitud del actual parlamento de forzar votaciones para evitar un nuevo referéndum, se alega que es para mejorar nuestra democracia, cuando las reglas electorales han sido trastocadas y solo garantizan su propia reelección, sin ápice alguno que implique una mejor selectividad de candidaturas que garanticen una adecuada y mejor representación. Lo cierto es que estamos advertidos: elegiremos en 2026 más de lo mismo.

Y nos quedamos cortos, pues en la envalentonada y autoritaria Comisión de Constitución, cuya presidencia recae en una fujimorista convicta y confesa –primando sus intereses subalternos– como lo es Martha Moyano, hay en curso cerca de una treintena de proyectos de reforma constitucional, con perspectiva de afectar gravemente y una vez más nuestra alicaída institucionalidad: la desaparición de los movimientos regionales, la habilitación para reelegirse de las autoridades municipales y regionales, la reestructuración de la Junta Nacional de Justicia, entre otras. ¿Es decir, un parlamento con un escaso 4% de aceptación tiene la libertad de modificar cuantas veces quiera nuestra Constitución? ¿La mitad de las disposiciones constitucionales están modificándose, no era preferible que esa responsabilidad la asumiera el soberano pueblo a través de una asamblea constituyente? En 2023, nuevamente el IEP realizó una encuesta: el 69% de los encuestados se mostraba a favor de una Asamblea Constituyente como primer paso para cambiar la Carta Magna, contrariamente al 29% que no está de acuerdo.

La Constitución surge primigeniamente para controlar los abusos o excesos de poder. El principio de separación de poderes se instituye como pieza fundamental del andamiaje democrático y la regulación de los derechos fundamentales. Ya no solo los derechos civiles y políticos constituyen la base para una convivencia pacífica de toda sociedad. Es ineludible la organización del Estado en sus múltiples manifestaciones que exige la dinámica social, y eso implica autoridad, la misma que actúa y decide en nombre de sus representados, sin soslayar las responsabilidades y límites que le propone nuestro marco normativo. Los ciudadanos entregamos al Estado parte de nuestras libertades para precisamente auspiciar una vida en armonía, lo que no implica renuncia a nuestros derechos fundamentales, perfectamente recogidos de forma expresa o implícita en nuestra Carta Magna. Es en estos aspectos centrales en que gira la necesidad de tener una Constitución, de conocerla y de defenderla, porque es garantía de una sana convivencia, de mutuo respeto y de un estado que tiene el deber de responder a las múltiples demandas que los ciudadanos con legítimo derecho le proponen.

Nuestra Constitución ha quedado relegada, prima la política del día a día o la del interés mezquino. Estamos perdiendo el norte de lo que es un Estado democrático, como esperanza de cambio y consolidación, como atributo de justicia y de verdad, pero sobre todo como fuente de consensos y legitimidad.

Análisis & Opinión