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lunes, septiembre 15, 2025

Democracia en el diván – I

…es evidente que nuestro débil marco constitucional ayuda a generar una mayor inestabilidad democrática, haciéndose funcional a los abusos de poder.

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POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS

Nuestra democracia es una caricatura de lo que son las democracias. Partamos con una expresión fuerte, sólo así podremos entender y asumir el contexto en el cual se encuentra sumida nuestra institucionalidad democrática.

Zavalita, en la reconocida obra Conversaciones en la Catedral, expresaba: ¿cuándo se jodió el Perú? Y lo decía bajo el contexto de los años cincuenta, o sea, hace 70 años atrás. Entonces, Mario Vargas Llosa trataba de describir lo aciago del momento histórico-político. Y acaso la pregunta no es válida en nuestro presente: la prepotencia y ceguera del poder político, liderazgos contestatarios ausentes, debilidad institucional y la crónica desazón o desconexión de los ciudadanos, como ayer. Y hay que buscar una respuesta.

Desde fuera nos califican como régimen híbrido, confundidos entre autoritarismo y democracia. Encuestas desarrolladas por el Instituto de Estudios Peruanos recogen un preocupante resultado: los jóvenes en su mayoría no están identificados con nuestro sistema democrático y, si bien hay regularidad electoral con ciertos altibajos, es evidente que nuestro devenir político es incierto.

Desde una perspectiva académica, Alfonso Quiroz hace un barrido histórico y va al encuentro de la crudeza de nuestra evolución como Estado, acompañándonos en cada momento la tara de la corrupción y la indecencia política, una repudiable e ingrata manifestación. Y lo que estamos compartiendo el día de hoy simplemente es un fiasco, porque no sembramos ni consolidamos institucionalidad.

Más mordaz encontramos a Nelson Manrique: “en el Perú se fundó el Estado allí donde no había nación”. Qué instituciones, qué república podíamos haber construido, si el clasismo relegó por siglos a nuestros connacionales del Perú profundo, si las grandes brechas de desigualdad y las carencias de políticas públicas que respondan con oportunidad y justicia a las mayorías fueron auténticas políticas de Estado.

Retomadas nuestras limitadas formas democráticas en el 2000, sólo hemos tenido dos proyectos políticos, anotaba Alberto Vergara: uno es el republicanismo que promovió Valentín Paniagua y el otro, el hortelanismo modernizador que encontró en Alan García su articulador más fino. Lo que es un legítimo reclamo a nuestra advertida inexistencia de instituciones que pudieran encaminar la construcción de un país inclusivo, solidario e igualitario.

Pero claro, este statu quo es condescendiente, generando privilegios y una estructura estatal sesgada en sus objetivos y fines. Desde un sector de la academia con claridad se asume que, desde los albores de nuestra fundación republicana, nuestro escaso orden estatal favorece la concentración de poder y sus abusos.

Nuestro orden jurídico, partiendo por nuestro marco constitucional, de manera recurrente recoge que somos una república democrática. Si no tenemos instituciones, ¿cómo que somos una república? Y si aún somos una sociedad con gravísimas desigualdades, ¿cómo así nos definimos como una sociedad democrática?

Indiscutiblemente, las premisas iniciales eran válidas: teníamos que recoger objetivos, acentuar valores y principios, y hasta podría aceptarse que fueran declarativas, pues estábamos en proceso de construcción de un Estado. Pero transcurridos más de 200 años, no hace mucho conmemoramos el bicentenario de independencia, con la madurez y parsimonia que nos permite el tiempo, cuenta reflexionar y asumir responsabilidades.

Los edificios se construyen bajo sólidos cimientos y, dependiendo de su proyección, se refuerzan; la democracia y sus instituciones no pueden caer en la inercia de la complacencia ni mucho menos en la desafectación de sus ciudadanos. Tampoco debemos distraernos en los mutuos reproches ni en el trivial debate político. Es necesario, diríamos ineludible, acudir a un exhaustivo análisis del que surja un auténtico fortalecimiento de nuestras instituciones. Merecemos mejores cimientos, instituciones legítimas, autoridades solventes, participación ciudadana sin exclusiones; para una mejor democracia, más democracia.

La Carta Democrática Interamericana asume una escrupulosa conceptualización de democracia representativa, estableciendo como elementos básicos el respeto a los derechos humanos, la separación de poderes y el ejercicio del poder sometido a las leyes.

La Carta fue impulsada por el Perú y suscrita en nuestro país, y bueno, vamos a un encuentro deficitario. No estamos en la situación gravosa de otras naciones, donde no hay margen alguno para la alternancia en el poder, lo que no soslaya las graves afectaciones a los derechos humanos.

Es el caso de las muertes y heridos como consecuencia del ejercicio del derecho a la protesta —el derecho de los derechos, como lo destaca Roberto Gargarella—. En igual magnitud, la promulgación de las leyes de amnistía o prescripción, negando el derecho a la verdad y el acceso a la justicia, consecuencia de un nada extraño contubernio entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, y la manifiesta disposición a forzar el retiro de nuestro país del sistema interamericano de derechos humanos, nos coloca en la posición de un Estado paria.

La separación de poderes pone de manifiesto el llamado constitucionalismo abusivo, pues la erosión democrática ya no necesita de golpes de Estado a la vieja usanza. El autoritarismo parlamentario se ha adueñado de las instituciones bajo el instituto de las acusaciones constitucionales, sometiéndolas a sus designios y, si esta fuera insuficiente, la ley es el arma de la cooptación. En ese contexto no resulta sorprendente el desparpajo de un expresidente del Congreso para autodefinirse como “el primer poder del Estado”.

¿Es suficiente que se tenga una Constitución, que se den elecciones periódicas y que existan algunos órganos constitucionales con atisbos de independencia para definirse como Estado democrático? Diferenciamos con claridad las constituciones normativas, nominales y semánticas. Obviamente no encuadramos en las primeras, y por lejos.

Nuestro drama no es reciente y su discusión presente consideramos que la transparencia exigida a los gobiernos no es la responsable, sino más bien la dinámica agresiva de las redes sociales, que han permitido estar mejor informados, involucrarnos con agilidad en los entrampados del poder y desnudar en su real magnitud cuál es el ejercicio del poder político en nuestro país.

En este contexto, es evidente que nuestro débil marco constitucional ayuda a generar una mayor inestabilidad democrática, haciéndose funcional a los abusos de poder. Evidencias por doquier: uso desmesurado de la figura de la vacancia presidencial, un ejercicio de control político arbitrario, copamiento de órganos constitucionales autónomos, sobreposición de competencias respecto al Ejecutivo, avasallamiento de autonomías, una manifiesta instrumentalización de la Constitución.

Las disposiciones y especialmente las atribuciones constitucionales se proponen como cláusulas abiertas para que, en la legitimidad democrática que tiene el Congreso, pueda discrecionalmente optar por la decisión más conveniente a los intereses del país. Pero no estábamos advertidos del nivel de representación política que podría suscitarse, y lamentablemente el deterioro ha sido grave: la mezquindad, el revanchismo, el interés subalterno, la corrupción se adueñaron de nuestra representación, renunciando a comprometerse y decidir a favor de los intereses nacionales y de sus propios electores que los eligieron.

Poca preocupación les despierta, incluso, la baja percepción que recaban de los ciudadanos.

Es también un problema de diseño institucional, lo que nos coloca en la disyuntiva de asumir como realidad la necesidad de colocar a buen recaudo nuestra democracia a instancia de nuestro marco constitucional, con candados jurídicos e irrenunciables, establecidos como valores esenciales, que imposibiliten su uso arbitrario con fines interesados de sus instituciones.

Consecuencia de ello es que se ha colocado en el debate el dilema del principio representativo con el principio de soberanía del pueblo, cuando ambos son el soporte de un Estado constitucional. Lo que debe inclinarnos a ir repensando nuestra democracia, a partir de fórmulas consensuadas y participativas, de las que no debiera generar ningún reparo la posibilidad cierta de ir avanzando hacia una reforma constitucional integral y horizontal, queremos decir, con participación de los ciudadanos.

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