POR: GUSTAVO PINO
Las vacaciones, en gran parte, las pasaba con mis primos en la calle Arequipa, en la casa que fue de mis tatarabuelos maternos. Los visitaba tan temprano que tenía que levantarlos de la cama. Mi tía nos preparaba el desayuno y luego nos perdíamos en el terreno de atrás cerca al cine antiguo: el Cine Mariscal Nieto. Nos trepábamos por las paredes hasta llegar al techo de calamina donde pisábamos con cuidado los clavos que indicaban el camino de las vigas para no hundirnos e ir a parar al suelo.
Llegábamos a un punto donde las calaminas desaparecían y solo quedaban los maderos atravesados entre las paredes y una columna de ladrillos en el medio. Mi primo mayor —por un año— con destreza cruzó el abismo; para esa edad no era una exageración, tendría diez años y los tres metros de altura de las paredes eran un abismo. Continuó mi primo menor —por dos años— con menos dotes de equilibrista y continué yo. En la mitad del madero perdí el equilibrio y sentí que me fracturaba las piernas o el vacío absoluto de la muerte. Pero logré agarrarme con los dos brazos y una pierna. Mi primo Hans —el mayor— me gritaba que no me soltara mientras él se acercaba. Se sentó en el madero y me tomó del polo y tiró hasta ponerme encima. Respiramos hondo mientras el menor se desternillaba del otro lado. Casi se mata, repetía. Y nos reímos para liberar la tensión. No caminé por el madero, sino más bien me arrastré sin importar las astillas que se incrustaban en mis manos y piernas. Saltamos un par de muros más entre risas y bromas; cuando llegamos a la parte trasera del cine, Hans sacó los cuetillos y la ‘rata blanca’ que habíamos planeado encender.
Armamos un supuesto castillo de adobes para colocar la pirotecnia. Hans, previo al espectáculo de Año Nuevo, me dijo que tenía que encender y lanzar la sarta de cuetillos con la mano. Hasta mi hermano lo hace, me advirtió. Así que lo hice, pero primero con los cuetillos sueltos, y algunos reventaron cerca de mis dedos dejándolos colorados e hinchados. Mira y aprende, para tu libro, me decía mi primo sosteniendo la sarta de cuetillos sin soltarla mientras la ráfaga de explosivos resonaba en el espacio vacío.
Mi primo menor volvía a reír y yo me tapaba los oídos imaginando lo peor: los dedos en el aire y el rojizo posnavideño. Sin embargo, cuando las últimas filas estaban por explotar, lanzaba la sarta lo más lejos que podía. Yo no quería quedarme atrás, y le dije que prendería la rata blanca. A ver, respondió. Tomé los fósforos y me acerqué hasta el castillo. Pero mi primo menor me salvó, gritando que había una rata no blanca sino una negra a unos metros más allá, que había que atraparla y meterla junto con el explosivo casero. Tiramos piedras y corrimos por todos lados hasta acorralar al roedor que se puso de dos patas, salimos corriendo. Nos puede morder, les decía. Mejor revienta la rata blanca y nos vamos, propuso Hans.
Entonces, sabiendo que no habría nada más que me salvara, me acerqué a la estructura de adobes pensando en las veces que mi madre me había advertido que no jugara con pirotecnia, en las veces que me hacía prestar atención cuando pasaba alguna noticia sobre un niño que había perdido una extremidad o parte de ella, la visión o cualquier parte de su cuerpo por jugar con fuegos artificiales. Metí las manos entre el agujero que habíamos acondicionado y encendí el primer fosforo. Se apagó. Prendí otro y la mecha se encendió. Salí corriendo y tropecé con una piedra. Se escuchó un ruido seco, apagado, no mayor al de los cuetillos. Mientras me sacudía el polvo de la ropa y las risas de mi primo menor contextualizaban la escena, Hans comentó que para la próxima visita compraría una ‘mamá rata’, que con esa no habría desilusión.