POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Hacia 1886, un sabio barbudo ruso contó la siguiente historia: un campesino, Pajom, deseaba tener abundantes tierras, y por ello, su ambición le llevó hasta el pueblo de los bashkires. En este lugar, los nativos le ofrecieron sus tierras a un precio cómodo, pero con una sola condición: todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, le dijeron, pero debes volver al lugar donde empezaste antes del atardecer, si no, pierdes lo ganado. Pajom, alegre, aceptó. Avanzó a más no poder, colocando señales en sus nuevas tierras.
Sin embargo, cuando se dio cuenta de que se había alejado demasiado del punto de partida, trató de retornar para cumplir con la condición. Ya era muy tarde; el sol estaba por ponerse. Pajom corrió, gritó, sangró, para solo llegar exangüe adonde estaban los bashkires. Un criado que lo acompañaba tuvo que enterrarlo ahí mismo, en una tumba de no más de dos metros, el espacio final de su conquista.
El historiador británico Antony Beevor usó esta parábola para referirse a la inútil ambición de Hitler, quien sacrificó a tantos hombres en su intento de someter a la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora podemos usarla para ilustrar otro caso: la necedad de Vladimir Putin, quien persiste en su guerra contra Ucrania.
Le podemos preguntar, pues, a la luz de aquella historia: ¿cuánto espacio necesita Rusia para ser grande? Además, pienso que este último dilema tiene una profunda raíz histórica. El Estado ruso posee una tradición de invasiones: a Polonia y Finlandia en 1939; a Crimea en el 2014; durante la Guerra Fría, dominó a los países del este europeo. Creo, en fin, que hay una ansiedad limítrofe –la misma que padeció Pajom– de parte de los rusos y que los ha venido inquietando durante siglos.
Por supuesto, esta ansiedad muy bien puede estar justificada desde el punto de vista ruso. Polonia invadió la Rusia zarista en el siglo XVII; del mismo modo lo hizo Carlos XII de Suecia y, posteriormente, Napoleón, de la mano de más de medio millón de soldados. La guerra civil rusa de 1918 estuvo apoyada por naciones extranjeras y, por último, en 1941, los nazis iniciaron una guerra de exterminio –anótese, no una convencional, sino de extermino– contra la entonces denominada URSS. A simple lógica, Rusia conoce el látigo de la invasión. Es una memoria histórica imposible de desgajar de su pensamiento colectivo y de ahí que las fronteras para los rusos hayan sido siempre una cuestión pendiente.
Por otro lado, es factible afirmar que fue Europa la responsable ideológica de la ansiedad y ambición rusas. Para Europa, Rusia fue una nación asiática o de eslavos. La invasión alemana a la Unión Soviética no solo se vio como una cruzada contra el bolchevismo, sino un golpe de la civilización contra la barbarie. En su monumental y conocida historia militar, el general británico, J. F. C. Fuller, describía así al ejército soviético de 1942: «estaba compuesto en su mayor parte de asiáticos, es decir, de los mismos primitivos hunos del Asia central que siglos atrás habían seguido a Atila y a Genghis Kahn». El tinte discriminatorio es evidente. La “Rusia salvaje” fue la imagen que guardaron los países occidentales; y el propio Estado ruso habla hoy de Occidente como si no fuese parte de este.
Se podría ser escéptico frente a este artículo por divagar sobre la psicología de las naciones, pero al menos de esta forma encuentro algún sentido a las ideas de desnazificación de Ucrania y el peligro del acercamiento de este a la OTAN, que son las dos excusas principales de Vladimir Putin para sostener la guerra. La opinión pública internacional está en contra de Rusia y los rusos tienen legitimidad para creer que el resto del mundo está equivocado y ellos no. Eso está bien: pueden no hacer caso de las noticias extranjeras. Sin embargo, no les es posible cerrar los ojos ante uno de los suyos y que hemos citado al principio.
El sabio barbudo, León Tolstoi, luchó en el conflicto de Crimea de 1853 y salió desilusionado de la violencia; y cuando observó a un soldado ruso partir al Extremo Oriente a pelear contra los japoneses, le hizo vacilar de su pueril patriotismo. Para poner fin a esta guerra ruso-ucraniana, o, mejor dicho, para aplacar la histórica ansiedad rusa de remirar sus fronteras, nada más útil que las palabras de aquel escritor: «No es el camino de la violencia el que nos conducirá a la paz deseada; es la misma paz, o mejor, la rebeldía pasiva». Rusia no necesita de más tierras para ser grande y la paz la hallará en cuanto pueda virar a tiempo: a tiempo de no remedar al pobre Pajom.