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23 noviembre, 2024 4:56 pm

¡Cuando la realidad supera a la ficción!

“¿Por qué rebajarse a estar orgulloso por ser americano o británico, si puedes presumir de ser hombre?” — Julio Verne.

POR: CÉSAR A. CARO JIMÉNEZ

Cabe preguntarse, considerando todo lo que ocurre a lo largo y ancho del planeta: ¿dónde colocamos a la realidad y dónde a la ficción? Y ello en razón de que el mundo globalizado de nuestros días fácilmente podría encontrarse reflejado o previsto en cuatro obras de la literatura universal, a las cuales fácilmente se puede agregar La civilización del espectáculo de Vargas Llosa.

La primera obra que surge a la mente es 1984 de George Orwell, un clásico distópico que retrata una sociedad sometida bajo el yugo de un Gran Hermano omnipresente. Este ente, símbolo de la vigilancia totalitaria, no solo manipula la información a su antojo, sino que también ejerce un control absoluto sobre la vida de los ciudadanos, instaurando una represión política y social que sofoca cualquier atisbo de disidencia.

La temática de 1984 resuena con inquietante fuerza en la realidad actual, donde fenómenos como la vigilancia masiva han dejado de ser simples conceptos literarios para convertirse en prácticas alarmantes y sistemáticas. Hemos sido testigos de revelaciones que apuntan a la existencia de agencias gubernamentales que, lejos de limitarse a la supervisión de líderes mundiales, realizan un espiado indiscriminado que abarca la recopilación de datos sobre casi todas las llamadas telefónicas y los mensajes de internet de los ciudadanos en Estados Unidos (caso: Julian Assange, fundador de WikiLeaks). Este escenario de invasión a la privacidad se presenta de manera igualmente preocupante, aunque quizás más rudimentaria y limitada, en diversos países como el nuestro, donde el espionaje estatal se lleva a cabo a menudo de forma clandestina pero efectiva.

A medida que la tecnología avanza, la capacidad de vigilancia se vuelve cada vez más sofisticada, borrando las líneas que delimitan la privacidad personal. Lo que Orwell ilustra en su obra, aunque escrito en un contexto histórico diferente, se convierte en un espejo inquietante que nos invita a reflexionar sobre la dirección en la que se encamina nuestra sociedad. La lucha por la libertad individual se intensifica, y el desafío radica en equilibrar la seguridad nacional con el respeto a los derechos fundamentales, un dilema que continúa siendo relevante en el discurso contemporáneo.

La segunda obra es Un mundo feliz de Aldous Huxley, una ficción que presenta una sociedad aparentemente desenfadada, saludable y tecnológicamente avanzada. En este mundo, todos parecen vivir en un estado de felicidad perpetua, pero esta felicidad es el resultado de un profundo sacrificio de valores humanos fundamentales. Huxley nos muestra una civilización que ha despojado a sus ciudadanos de la familia, la diversidad cultural, el arte, la literatura, la religión y la filosofía, reemplazándolos por placeres superficiales como las drogas, el sexo desenfrenado y un contenido mediático que moldea y manipula sus pensamientos y acciones.

Cabe señalar que muchos analistas contemporáneos advierten que, en cierta medida, estamos caminando por una senda similar a la descrita por Huxley. El poder de la denominada «caja boba» —la televisión y, por extensión, los medios digitales— contribuye a crear un ambiente cultural donde lo fútil y lo banal prevalecen sobre las cuestiones esenciales de la existencia. Esta saturación de contenido superficial crea un inconsciente colectivo que prioriza el entretenimiento sobre el pensamiento crítico, lo efímero sobre lo duradero y la apariencia sobre la profundidad. De este modo, Un mundo feliz no solo es una reflexión sobre un futuro cercano, sino una advertencia sobre los peligros de sacrificar la esencia humana a cambio de una satisfacción momentánea.

Una tercera obra es Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, que presenta una sociedad en la que los bomberos tienen la responsabilidad de quemar libros críticos. Sin embargo, si bien en la actualidad no ocurre ello, salvo episodios aislados, se podría argumentar que este fenómeno ha evolucionado. Ahora, no es necesario recurrir a la destrucción física de los libros, ya que la gran mayoría de las personas ha dejado de leer en profundidad. En lugar de explorar ideas complejas a través de la literatura, muchos se conforman con leer únicamente los titulares de las noticias o aceptar pasivamente las narrativas impuestas por los medios de comunicación, así como por figuras públicas y programas de entretenimiento, a tal punto que creo que Goering, de vivir hoy, no necesitaría decir: “Cuando oigo hablar de cultura, echo mano a mi pistola.”

Finalmente, La naranja mecánica de Anthony Burgess exhibe una violencia y maldad que se extienden a lo largo de sus páginas, desafiando creencias profundamente arraigadas en tradiciones como la judía, cristiana y musulmana. Este fenómeno resuena en nuestra realidad, donde la violencia se ha convertido en un tema habitual en los medios de comunicación. Estos, en su afán por aumentar el rating y las ventas, amplifican crímenes que antes apenas merecían mención. Esta exposición constante a actos violentos corroe nuestra percepción, normalizándolos y arrastrándonos hacia una mediocridad moral tanto a nivel familiar como colectivo.

Tal y como Vargas Llosa señala en su ensayo La civilización del espectáculo, la cultura se ha convertido en un espectáculo, donde lo efímero y lo banal priman sobre lo sustancial. Este fenómeno, según él, afecta no solo el ámbito artístico, sino también la política y la vida intelectual, donde la búsqueda del impacto inmediato y el consumo masivo desvirtúan la calidad y profundidad de las ideas. Sostiene que esta «civilización del espectáculo» tiene implicaciones graves para la democracia y el pensamiento crítico, ya que fomenta una cultura del desacato a la seriedad y al conocimiento, lo que puede llevar a la desinformación y al populismo. Esto se refleja en el hecho de que había más preocupación por los últimos campeonatos futbolísticos que por lo que ocurría y ocurre en Ucrania e Israel.

Tratemos que la realidad no supere en los aspectos negativos a la ficción. Porque, en tanto la ficción sí permite volver atrás y borrar páginas y protagonistas, la realidad es irreversible. Se puede arreglar, reparar, llorar o superar un acontecimiento, pero lo que sucede no tiene vuelta de hoja. ¡Dejemos atrás las instituciones, políticos e ideas fáciles y con ellas al mal periodismo, la mentira y la manipulación de la historia y de los sucesos cotidianos!

Análisis & Opinión