POR: CÉSAR CARO JIMÉNEZ
Hace 36 años, entre el jueves 9 y el viernes 10 de noviembre de 1989, cayó el denominado Muro de Berlín, hecho que inició la disolución de la Unión Soviética, la cual se concretó el 8 de diciembre de 1991. Tras ello, el capitalismo mostró su cara más salvaje en gran parte de América Latina e incluso del mundo occidental, imponiendo —con ayuda del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial— una serie de medidas o reformas en el marco del denominado Consenso de Washington, que en el caso peruano fueron implantadas sin mayor resistencia en la Constitución de 1993.
Esas medidas se caracterizaron por disciplina fiscal, la reordenación de las prioridades del gasto público, la reforma fiscal, la liberalización financiera, el tipo de cambio competitivo, la liberalización del comercio, la liberalización de la inversión extranjera directa, las privatizaciones de las empresas estatales y el respeto estricto a los derechos de propiedad (seguridad jurídica).
Sin lugar a dudas, muchas de dichas medidas han contribuido al crecimiento de la economía, tanto del Perú como de casi todos los países de Sudamérica, con una que otra excepción, como, por ejemplo, Bolivia y Venezuela que siguen fieles al modelo estatista. Sin embargo, es innegable que el modelo tiene serias fallas, sobre todo en lo relacionado a la acumulación de la propiedad y las riquezas en cada vez menos manos, aparte de la desmedida y lógica búsqueda del incremento de la productividad; la cual, en un mundo regido por la automatización y la inteligencia artificial, implica más tecnología y menos puestos de trabajo, con el consiguiente incremento de la inseguridad y la violencia social. Por eso me permito reiterar el axioma: a menos trabajo, más delincuencia. A la par, me permito preguntar: ¿Y cuando ya no haya cobre?
Todo lo anterior —además del hecho innegable de que hoy las grandes empresas, que antaño respondían a los intereses de sus países de origen, tienen sus propias metas y estrategias, así como poder propio— hace que veamos que, a lo largo del mundo y no solo en América Latina, los modelos económicos y políticos están crujiendo. Por ello, la guerra de Ucrania, la masacre en Gaza por parte de Israel y otras tantas incidencias en proceso de agudizarse, como las rencillas entre la India y Pakistán, ocurren en medio de los pataleos verbales de Trump.
Todo se debe a que, hasta la fecha, no se toma conciencia cabal de que hay que hacer cambios políticos y económicos radicales, que permitan que todos, de una u otra manera, se beneficien de las riquezas y adelantos tecnológicos.
Si bien comparto el decir de Octavio Paz, en cuanto a que “una nación sin elecciones libres es una nación sin voz, sin ojos y sin brazos”, tampoco dejo de tener presente a John Dewey, que advirtió que era necesario brindar una educación de calidad para evitar que un concepto tan valioso como “democracia” pueda llegar a convertirse en una fórmula vacía, en un simple eslogan propagandístico, que juega más con las emociones que con las razones.
Por ello me temo que, de continuar con las actuales normas electorales, tendremos como resultado políticos y autoridades cada día más mediocres, incapaces y amorales, fruto de la gran cantidad de caricaturas de partidos que existen en nuestro medio y del actuar de los entes encargados de las normas electorales, que se limitan a hacer meros maquillajes, fieles al decir de Lampedusa en El Gatopardo: “…hay que cambiar algo, para que nada cambie”.
Porque en tanto no existan verdaderos y pocos partidos políticos, que sean en cierta medida una especie de universidades donde se preparen y seleccionen cuadros y líderes comprometidos con valores y modelos democráticos, donde reflexionen y valoren las dimensiones sociales, políticas, económicas, culturales y morales de la sociedad, seguiremos presa de los “aventureros políticos” de turno, que a falta de ideas y doctrinas que les permitan guiar, recurren fácilmente a las encuestas que detectan el humor popular para ponerse al frente… al margen de que el sentimiento sea racionalmente correcto.
Y si no entendemos con Walt Whitman que la palabra “democracia” es una gran palabra cuya historia no se ha escrito aún, creo yo, porque esa historia está todavía por vivirse, y procedemos en consecuencia a imitar o inventar normas que garanticen la existencia de verdaderos partidos políticos, poco o nada podemos esperar.
Hay que colocar a la política y a los partidos en el mundo actual. Y ello implica volver en parte a la democracia directa que fue reemplazada por la representativa ante la dificultad de poder consultar a todos los interesados. El medio está a nuestro alcance. Y pasa por darle mayor valor a partidos políticos reales y democráticos, que informen y también consulten en internet y sus redes sociales a sus afiliados sobre propuestas y decisiones.
Hoy, al igual que los clubes sociales, los partidos languidecen. Nadie o pocos van a los locales, salvo en fechas especiales o en épocas electorales. Pero el medio existe, y así como los bancos los utilizan para una serie de movimientos económicos, también podrían ser utilizados para que los partidos políticos eduquen, informen, elijan, censuren y consulten a sus afiliados.
Caso contrario, es de esperar que cada día sea mayor el porcentaje que rechace a la política, a los políticos y sus instituciones porque no se sienten representados por ellos, creciendo cada día más las posibilidades de que tomen el poder líderes similares a Hitler, Mussolini, Stalin y otros tantos de los cuales Trump es una muestra.