POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
Luego de indecisiones y autoexclusiones, la emisión de una ley habilitante, que mostró una primera articulación entre el Legislativo y el Ejecutivo, por la celeridad en su aprobación y publicación, se procedió a la cremación de los restos del líder senderista Abimael Guzmán. Una circunstancia cuasi similar, de inquietud y discusión pública la compartimos hace tres años por la construcción en el distrito de Comas del denominado “mausoleo” para enterrar a miembros de esa agrupación terrorista, en que también se dispuso de una ley que modifique la ley de Cementerios y Servicios Funerarios.
Es indiscutible el derecho que tiene toda persona o familiar de dar una decorosa sepultura a sus fallecidos, compatibilizando sus creencias con las disposiciones normativas -apegados a criterios sanitarios y de orden público-, a la multiculturalidad de nuestro país, pues son también distintas nuestras formas y costumbres funerarias, las mismas que deben ser respetadas en su particularidad y dimensión. Bien se ha señalado que los familiares de los fallecidos tienen el derecho a la integridad moral, el derecho a sus prácticas culturales y la libertad de culto.
Sin embargo, el dilema presente proponía: si muerto el cabecilla, le correspondía una inhumación común a todos los mortales, pudiendo generar expresiones de ensalzamiento y victimización, o debería exigirse un procedimiento especial, por su ascendencia en la agrupación delictiva.
En un contexto en que aún mantiene algunos remanentes, en espacios geográficos focalizados, como en el VRAEM; como tratar infructuosamente de manipular nuestros procesos administrativos electorales y formalizar el Movadef, como partido político, lo que va contra los principios de nuestro orden democrático.
También, estas últimas semanas nos han permitido refrescar en nuestra memoria colectiva el odio, la insania y crueldad del accionar violentista con graves consecuencias de dolor, sufrimiento, pérdidas humanas, daños a los bienes públicos y privados, los miedos ciudadanos y la desesperanza cotidiana.
La democracia y sus instituciones tienen el legítimo derecho de defenderse. Dentro del marco constitucional, en la obligación de proteger los derechos fundamentales, en la responsabilidad de brindar seguridad y paz social a sus ciudadanos, la sociedad organizada reacciona y confronta, ya los acontecimientos vividos enseñaron a actuar con predictibilidad.
Entonces, acudimos a una contención democrática para neutralizar el peligroso culto o devoción que desde una ingenua democracia pudiera estarse aceptando o permitiendo, “la justificación de este tipo de medidas se encuentra en la proscripción de prácticas nocivas para el sistema de derechos y para la democracia constitucional, a través de la cual se tiende a banalizar el terrorismo o a incentivarlo inclusive”, como lo señalara en su oportunidad el Tribunal Constitucional. No pasamos por alto, que nuestra norma sustantiva penal tipifica y sanciona el delito de apología del Terrorismo: “Si la exaltación, justificación o enaltecimiento se hace del delito de Terrorismo o de cualquiera de sus tipos, o de la persona que haya sido condenada por sentencia firme…”; sin embargo, acudiendo a estratégicas posiciones políticas lo confunden con la libertad de expresión, de opinión para soslayarla.
Que esta circunstancia de muerte y cremación, que ha generado mucha tinta en el debate público, sea a su vez una oportunidad, para asumir el pasado en su crudeza, advertidos de nuestras flaquezas institucionales hacia un devenir, de prudencia y madurez, que nos encuentre identificados en la amplitud del concepto, con nuestro sistema democrático y sus atributos. No es mucho pedir.