POR: ALEJANDRO FLORES COHAILA
Cada día dentro ha sido tal cual acomodar un cuadro inclinado en la pared (Ilustración de Isabel Nalvarte Lozada @pintarte_pe). Lo ajustamos por la mañana, pero se empeña en ladearse cada tarde. No sabemos qué ni quién lo hace, pero nunca se mantiene recto cuando amanece.
Nadie sospechaba que hace unos meses la vida iba a detenerse de golpe, que las calles se ahogarían en el silencio, y que solo nos veríamos los ojos en adelante. Las multitudes, sorprendidas, llevaron su pesada marcha al interior de sus casas, que fue a la vez un hogar y un refugio. Tanto como para hacer guardia desde sus ventanas, espiar las antenas, sospechar del perro y de las moscas.
El espacio personal, que sentíamos una dimensión alterna a la que nos adentrábamos luego de un día atarantado de carga laboral, donde podíamos ver a nuestra familia y desconectar del mundo pre pandemia cambió, y una bulla repleta de personalidades lo llenó. Al parecer, más allá de vivir juntos, jamás habíamos convivido, y no nos conocíamos enteramente. Inevitablemente, el hábitat personal se desfondó.
Una sala y un cuarto no pueden ser también una biblioteca, un salón de clases, un área de práctica, un espacio lúdico… Pero sucede que, a pesar de estar separados, en distintas ciudades o en otros países, hemos demostrado que forma parte de la naturaleza humana mantenernos conectados y, como aprendiendo un nuevo idioma, aprendimos -o enseñamos- a usar el internet.
Si pudiera determinar una de las nuevas máximas de aquí en adelante sería: “di lo que piensas, a menos que tengas el micrófono abierto”. No porque siempre que se participe con comentarios en conferencias se digan sandeces, sino porque se han proferido, de vez en cuando, confesiones muy honestas a la persona que emplea la palabra.
Mientras aprendíamos desde una silla a conectar con setenta personas más, desarrollamos un apego por la tecnología, que le llegaba hasta al más reacio. Junto con ello se inauguró el semestre virtual: prueba que aceptamos con determinación y valor.
En la misma dinámica en que nos reunimos para conversar, tomar un trago, o en que dos enamorados se dicen que se aman por primera o se despiden por última vez, llevamos el derecho o la ingeniería o la contabilidad de las aulas a nuestros cuartos. Pero nos equivocamos. Fallamos.
No fue falta de voluntad, sino que intentamos trasladar la misma clase intacta de las aulas a una computadora, cuando todo era completamente distinto. Y nadie dijo nada. Aunado a esto, la carga cognitiva, el temor y la ansiedad hizo que desvaneciera cualquier esbozo de entusiasmo por la clase.
A lo largo de estos meses también, por obligación o necesidad, pisamos fuera de la jurisdicción de nuestra sanidad privada y pasamos a las calles. Aquel lugar donde uno había sentido toda la vida que podía gastarse los pies caminando y perderse en las venas de la ciudad parecía ya no pertenecernos.
Casi como si alguien más se hubiera adueñado de todo el espacio vacío. Cualquier roce con un objeto desconocido costaba caro, y lo sabíamos… o por lo menos algunas personas. Al día de hoy el registro marca 11 371 contagiados en Moquegua, la ciudad que un día alguien nombró como la mejor en cuanto a calidad de vida. Quien sea que haya dicho que éramos un país en vías de desarrollo, estaba alucinando. Las reuniones, el desinterés, el egoísmo, las fiestas… vienen demostrando que esas vías conducían a otro lugar.
Sin embargo, veo a través de la ventana y oigo un zumbido, y con él un distante amanecer. El miedo y la ansiedad se han tornado palpables. Pero quizá, en medio de la arena que quedó olvidada un día de verano, o en una partícula de amor que lleva y trae el viento hallemos la esperanza que tanto nos hace falta. La hallaremos, de eso no tengo duda.