POR CÉSAR A. CARO JIMÉNEZ
A pocos meses de iniciarse el proceso electoral que definirá a las nuevas autoridades nacionales y regionales, ha comenzado a instalarse una inquietante percepción en la opinión pública: ¿se está utilizando a la Contraloría General de la República como herramienta política para neutralizar a potenciales candidatos provenientes del sector público?
La preocupación no es menor. Diversos informes recientes y anuncios de auditorías selectivas han recaído sobre funcionarios, exautoridades universitarias, alcaldes y gobernadores que, casualmente, figuran entre los posibles aspirantes a cargos de elección popular.
Aunque el control gubernamental es un deber constitucional indispensable, el uso instrumental del mismo con fines políticos atentaría directamente contra los principios del Estado de Derecho, la imparcialidad administrativa y la igualdad de condiciones en la competencia electoral.
EL ROL LEGÍTIMO DE LA CONTRALORÍA
De acuerdo con el artículo 82 de la Constitución Política del Perú, la Contraloría General de la República es el órgano superior del Sistema Nacional de Control, encargado de supervisar la legalidad, eficiencia y transparencia del uso de los recursos públicos. Su misión institucional es asegurar que los fondos del Estado sean administrados con probidad, eficacia y en beneficio de la ciudadanía.
Para cumplir ese mandato, la Contraloría realiza auditorías financieras, de cumplimiento y de desempeño, además de emitir informes de control posterior que pueden derivar en sanciones administrativas, civiles o penales. En un país donde la corrupción sigue siendo un problema estructural, su labor es vital para preservar la confianza pública.
No obstante, cuando las acciones de control se concentran de manera desproporcionada en determinadas entidades o personas justo antes de un proceso electoral, el principio de objetividad se ve comprometido. La línea entre la fiscalización legítima y el uso político del control puede volverse difusa.
EL CONTEXTO ELECTORAL Y EL PODER DEL “CONTROL PREVIO”
El proceso electoral peruano previsto para 2026 ya empieza a mover fichas. Muchos funcionarios y exfuncionarios regionales y locales con aspiraciones políticas han sido mencionados en encuestas o movimientos partidarios en formación. En paralelo, la Contraloría ha anunciado un incremento de las acciones de control, priorizando “sectores estratégicos”, “universidades”, entre otros.
Si bien el discurso oficial apunta a mejorar la rendición de cuentas, los efectos políticos pueden ser devastadores cuando una auditoría se convierte en instrumento de presión o de exclusión anticipada.
Recordemos que, conforme al artículo 46 de la Ley del Código de Ética de la Función Pública, las sanciones de inhabilitación administrativa pueden impedir que un funcionario postule a cargos públicos durante varios años, incluso antes de que un juez penal determine responsabilidades definitivas.
En otras palabras, una simple observación administrativa —sin sentencia judicial— puede convertirse en una condena política que sella la carrera de un servidor público.
El Perú no es ajeno a este tipo de prácticas. En anteriores procesos, se ha denunciado que las entidades de control y fiscalización fueron utilizadas para debilitar a adversarios políticos, especialmente en contextos de alta fragmentación institucional. En varios gobiernos regionales, municipalidades y universidades públicas, los informes de la Contraloría coincidieron con momentos en que sus autoridades empezaban a perfilar candidaturas nacionales o regionales.
Más recientemente, algunos informes de control se difundieron con titulares mediáticos que resaltaban presuntos actos de corrupción sin que existieran pruebas concluyentes. En la era de las redes sociales, un titular basta para dañar reputaciones, aun si luego se demuestra que los hechos no eran punibles.
Frente a ello, cabe preguntarse: ¿está cumpliendo la Contraloría su papel técnico o se ha convertido —involuntariamente o no— en actor dentro de la arena política?
INDEPENDENCIA, DEBIDO PROCESO Y TRANSPARENCIA
La independencia del control gubernamental es un pilar de la democracia moderna. Sin embargo, esa independencia solo existe si las acciones de control se aplican con criterios técnicos, transparentes y uniformes.
El control selectivo o dirigido, en cambio, debilita la legitimidad de la institución y erosiona la confianza ciudadana. El control no puede depender de la coyuntura política, de los nombres de los funcionarios ni de su proyección electoral.
Debería basarse en planes anuales públicos, con criterios de priorización objetivos —por ejemplo, monto de ejecución presupuestal, nivel de riesgo o historial de observaciones previas— y no en motivaciones políticas.
Además, las sanciones deben respetar el debido proceso. No puede aceptarse que un informe administrativo determine, de facto, la exclusión de un potencial candidato sin una resolución judicial firme.
UNA PROPUESTA CIUDADANA
La ciudadanía tiene derecho a un control público efectivo, pero también a que ese control no se utilice como herramienta de persecución política. Por ello, resulta urgente fortalecer los mecanismos de transparencia del propio sistema de control:
Publicar los criterios de selección de auditorías, de modo que cualquier ciudadano pueda verificar que no existen sesgos políticos.
Garantizar el derecho a la defensa y contradicción, evitando sanciones anticipadas o mediáticas.
Establecer supervisión externa, como comités ciudadanos o veedurías académicas, que evalúen la imparcialidad de los informes de control en épocas preelectorales.
Proteger la carrera técnica de los auditores, para que sus decisiones no respondan a presiones de orden político o mediático.
La Contraloría General de la República cumple un papel esencial para el buen uso de los recursos públicos. Pero su autoridad moral y técnica solo se mantiene si actúa con independencia y objetividad.
Utilizar el control como arma política sería una grave distorsión institucional que afectaría no solo a los funcionarios investigados, sino al propio sistema democrático.
El verdadero combate contra la corrupción requiere instituciones fuertes, pero también justas. En tiempos electorales, cuando el poder se redefine, el control no debe ser una trinchera, sino un pilar de equilibrio.
Solo así podremos aspirar a un Estado donde la transparencia no se confunda con la persecución, ni la fiscalización con la venganza política.