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31 octubre, 2024 7:43 pm

Constitucionalismo abusivo

Persistiendo en su alegato matonesco y provocador, el Congreso está por aprobar —pendiente de una segunda votación— una norma que blinda sus decisiones, instituyendo una especie de suprapoder.

POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS   

Es ineludible la atención y análisis de nuestro acontecer político, tan dinámico e impredecible. Bajo ese contexto, nos encontramos con una nota de archivo del profesor colombiano Rodrigo Uprimny Yepes, quien escribe sobre la instrumentalización de las normas e instituciones para que los gobernantes se perpetúen en el poder, lo que debe entenderse como «constitucionalismo abusivo», un original aporte de David Landau. Cuando los cambios constitucionales o normativos son utilizados por quienes ejercen funciones de gobierno para destrozar la institucionalidad democrática, perpetuarse en el poder, protegerse de las consecuencias de su gestión, someter y neutralizar a otros órganos autónomos, especialmente los jurisdiccionales y electorales, y nulificar el principio de separación de poderes —singularidad de todo Estado constitucional—, sustituyendo los clásicos levantamientos militares o cívico-militares (golpes de Estado), se hace necesario acudir a una pronta revisión de los institutos constitucionales, delimitar o acotar las competencias asignadas por la Constitución para, desde la democracia, reorientar su destino.

Persistiendo en su alegato matonesco y provocador, el Congreso está por aprobar —pendiente de una segunda votación— una norma que blinda sus decisiones, instituyendo una especie de suprapoder. En lo manifiesto de su prepotencia, exigen la adecuación de los casos en curso a la nueva regulación. Y claro, esto no es una novedad: han entendido nuestro silencio como convalidación, lo que los motiva a un reimpulso de su autoritarismo parlamentario, aunado a una sistemática liberalidad interpretativa sobre nuestros parámetros constitucionales. Decidieron eliminar la obligatoriedad de las elecciones primarias en los partidos políticos para garantizar la entronización de sus «propietarios». A pesar de las objeciones del Poder Judicial, aprobaron la ley que modifica la suspensión del plazo de prescripción, permitiendo que diversos parlamentarios archiven sus procesos penales. Y si parecía poco, aprobaron la norma que excluye a los partidos políticos de responsabilidad penal en casos de corrupción.

Aunque desde inicios de su gestión ya vislumbraban claras perspectivas de «intocables», acudieron con urgencia a acotar la cuestión de confianza para neutralizar las posibilidades de una disolución congresal. Paralizaron todo proceso de recojo de firmas para intentar modificar la Constitución y convocar a un referéndum sobre la asamblea constituyente, precisando que esa es una potestad excluyente del Congreso. Y ni qué decir sobre la restitución del Senado, bajo el subliminal mensaje de reforzar «nuestra democracia y representación», cuando lo único claro era dejar las puertas abiertas para su propia reelección.

Hace tres años, teníamos una agenda recargada sobre una nueva Constitución, impulsada por el gobierno de Pedro Castillo. El proyecto pronto pasó al archivo por la decisión inmediata del Parlamento. Dos premisas primaron: la carencia de un «momento constituyente» y que la mencionada asamblea no está prevista en nuestra Constitución. Sin embargo, el tema, aunque excluido de las entidades oficiales, no lo fue del sentir de un importante sector ciudadano, que, aun en mensajes aislados y reiterados, mantenía viva la propuesta.

Nos encontramos hoy con un sistema democrático alterado, instituciones constitucionales desnaturalizadas, un ejercicio de ciudadanía debilitado y un parlamento dueño de la escena pública nacional, sin límites ni reparos, y con una soberbia a prueba de todo señalamiento u objeción. A esto se suma la grave genuflexión de ciertos poderes públicos o el debilitamiento de otros. Si eso fuera insuficiente, el acoso político y mediático afecta a quienes muestran alguna señal de independencia.

Hace tiempo, la legitimidad de este Congreso quedó desahuciada. Bajo la legalidad de sus cargos, se amparan para penetrar en todo orificio que les ofrezca oportunidad de empoderarse y, a su vez, debilitar nuestra institucionalidad. Muchas de nuestras normas constitucionales son imprecisas o indeterminadas, dejando a los constituyentes en el albedrío de la clase dirigente, con la disposición de adecuarse y responder a los imponderables que las circunstancias propongan para darle sostén a nuestra gobernabilidad. Pecamos de buena fe. Esa disposición estuvo predeterminada para otro tipo de representación, no para la presente, que acude con celeridad y eficacia a destruir nuestros propios cimientos democráticos.

Este libertinaje parlamentario exige necesarias correcciones, y el camino a seguir propone gradualmente una revisión constitucional. Dejar que el propio parlamento lo haga, apegado al mandato constitucional, es evidenciar lo que ya viene sucediendo: cambios con rostro y nombre propio. En esta realidad, los recalcitrantes negacionistas de una asamblea constituyente comienzan a ponerla en perspectiva, lo que gradualmente se va materializando. Del abusivo constitucionalismo pasamos a un correctivo constitucionalismo. Claro que son palabras mayores, pero necesarias.

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