POR: EDUARDO VEGAZO MIOVICH
Todos los estudiantes quedamos desairados, desilusionados, sin saber a qué atinar, y más aún, sabiendo que, al día siguiente, entre las diez y once de la mañana, sería el momento del gran evento. No había más que resignarse.
Al siguiente día, todo el estudiantado acudió al colegio en el horario acostumbrado, pero con la diferencia de que todos ellos se encontraban en los exteriores del Colegio, ocupando la totalidad del parque «Simón Bolívar», previo al acceso, en espera de que se abra la puerta de ingreso al plantel. Habían llegado ya las ocho de la mañana, hora de ingreso, y la puerta permanecía cerrada. El trabajador auxiliar, nuestro amigo Francisco Fala, hacía lo posible para abrirla, sin resultado positivo.
Llegó el señor director y, ni sus gritos y gesticulaciones contra ese trabajador, tampoco fueron efectivos, y la puerta permanecía cerrada. Resultado: probablemente en horas de la noche o de madrugada, alguien había rellenado con palitos o algo más, lo que impedía el acceso de la llave (grande en esos tiempos) en el ojo de la chapa de esa antiquísima puerta.
El tiempo pasaba y los alumnos continuaban esperando y charlando en el parque. Hasta que comenzó la incomodidad manifiesta en ellos, así que algunos optaron por retirarse a sus casas y otros… ah…, con los «otros», aprovechamos las circunstancias para emprender «una carrera de maratón de 5 km.» hasta Montalvo para ver la carrera de autos, con los uniformes como para exprimirles el sudor y los libros y cuadernos, un poco «traposeados», amarrados con pita.
En ese puesto de control (Montalvo), la Panamericana doblaba en ángulo recto hacia Tacna, así que caminamos un trecho más, rumbo al norte hasta pasar el puente «Montalvo», en donde rápidamente conseguimos asientos en un cómodo montoncito de tierra del cerro cercano, ya lleno de gente, de donde se apreciaba, panorámicamente, los grandes escenarios de norte y sur de los trayectos de esa carretera por donde pasarían los «bólidos».
Cuando ya se acercaba la hora aproximada, todos se inquietaban. Los «guardia civiles» alejaban al público y no permitían el cruce de la pista. Los locutores voceaban sus potentes «¡coooooche a la vista, cooooche a la vista!», resaltando, emocionadamente y a cada instante, el nombre de su respectiva radioemisora y de los anuncios comerciales auspiciadores del programa, pues allá a lo lejos, entre los cerros, se veía gran polvareda, señal segura de la proximidad de los competidores. «¡Coooooche a la vista!
De pronto, la caravana de coches, encabezada por el Ford «el ladrillo» n°10 de Arnaldo Alvarado, pasó como rayo, seguido, muy de cerca, por Henry Bradley y otros, expectativa que permaneció en el público apostado al costado de la carretera hasta por más de una hora, esperando a los retrasados por problemas mecánicos u otros inconvenientes, y hasta por abandonos. Sólo acercándonos a lo que manifestaban los locutores, se podía tener noticias de quienes punteaban la carrera o los que estaban retrasados. No había otro medio de enterarse, debido a que no existían radio-receptores portátiles, ni había corriente eléctrica en Moquegua durante el día.
Luego, las «tribunas» iban quedando desiertas, los últimos espectadores, seguidos por los vendedores de soda moqueguana, alfajorillos, melcochas, andaditas u otras cosas, y hasta heladeros a cuestas con su pesado tarro de zinc dentro de un cubo de madera al hombro que mantenía aislado el frío. Todos caminaban lentos y comentando lo visto. Había que desandar lo caminado a lo largo de cinco kilómetros hasta llegar a Moquegua pasadas las dos de la tarde.
Al día siguiente, todo el alumnado acudió normalmente al Colegio, es decir, se ingresó a las ocho y, a continuación, la rutinaria formación para rendir homenaje a la Patria con el izamiento de la bandera y el Himno Nacional. Luego vino lo bueno: En el rostro del señor director del Colegio, se notaba que nos iba a dar una buena «refregada». Razones no le faltaron. Dentro de lo que dijo, calificó de «¡acto delincuencia!» el haber inutilizado la cerradura de la puerta de ingreso al Colegio, y, consecuentemente, la pérdida de un día de clases que alteraba el programa trazado para el año. También él, invitó a quien o quienes cometieron tal indisciplina, para conversar con ellos. Es decir, fue un desaire al director y nunca se supo nada al respecto.
Creo que a todos los que asistimos a esa carrera, las preocupadas palabras del señor director nos partieron el alma. Al final, ganó «el rey de las curvas» Arnaldo Alvarado, noticia que pasó a segundo plano. En lo personal, ese anecdótico caso, constituye un recuerdo que hoy evocamos, pues fue la primera y última carrera de autos, «en vivo», que presencié.
Hoy, los tiempos pasaron y cambiaron.
Hoy, como muchos de los que vimos aquella carrera, no necesitamos inutilizar las chapas de las puertas para ver la frialdad de la «Fórmula 1» o de otras competencias casi robotizadas, pues, nosotros también las vemos «robotizada y cómodamente sentados», tan sólo manipulando el control del TV.
Hoy, aún me veo esperando en el parque para que abran la puerta y disfrutar, entre cada piedra de su edificación, del reencuentro con mis inolvidables compañeros de aula y con quienes manejaron el andar del Colegio en 1957, para decirles: ¡Feliz bicentenario de nuestro colegio! (8 de setiembre 1825 – 2025).