POR: GUSTAVO GORRITI
DIRECTOR DE IDL-REPORTEROS
Uno no necesita leer The Economist para saber que la democracia está en crisis. Basta mirar alrededor – al mal olor lumpen de la aldea política inmediata; a la involución en Latinoamérica; al demagogo narcisista en la Casa Blanca– para comprobarlo. Pero el notable informe de la revista no solo cubre una gran cantidad de perspectivas del tema con esa suerte de levedad erudita que marca sus mejores ensayos, sino estimula, como debe, el pensamiento divergente.
“La Democracia fue la idea política más exitosa del siglo XX. ¿Por qué se encuentra ahora en problemas y qué se puede hacer para revivirla?”, encabeza el informe de The Economist. Pero ¿lo fue en realidad? Párrafos abajo se demuestra que, durante gran parte del siglo pasado, la democracia estuvo en agonía mientras retumbaban con triunfal arrogancia las marchas y vociferaciones de sus más mortales enemigos.
Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos democráticos fueron acosados, retrocedieron constantemente y resultaron arrollados, país tras país, por partidos y movimientos enfrentados entre sí, pero unidos por el desprecio y la profunda hostilidad hacia el sistema democrático. A principios de la década de los treinta del siglo pasado, los comunistas alemanes proclamaron preferir a Hitler antes que a los socialdemócratas y no solo se suicidaron por su estupidez sino contribuyeron a franquearle el paso a aquel al poder y a la hecatombe que años después significó la Segunda Guerra Mundial.
“¿Qué enseña lo anterior en los tiempos actuales de entropía democrática? Que las democracias prósperas son casi siempre democracias fuertes, preocupadas en lograr el desarrollo, pero a la vez motivadas por distribuir bien el progreso”.
Pero durante los años previos, cuando el fascismo y el nazismo crecieron en fuerza y potencia, tanto militar como económica; el discurso con frecuencia predominante fue proclamar la superioridad de su sistema sobre el de la supuestamente débil y degenerada democracia, presa de crisis económicas, de hiperinflaciones, incapaz de planificar, movilizar, militarizar, producir, vigilar y matar con la eficiencia del fascismo. Desde el otro lado de la dictadura, el discurso comunista (salvo el período de los Frentes Populares) fue también de desprecio respecto de un sistema que su doctrina proclamaba del todo superado.
Lo cierto es que la mayor parte de las democracias europeas fue arrollada por el nazismo y el fascismo. La mayoría de sus líderes prefirió capitular antes de llevar a sus pueblos a lo que sabían iba a ser una mayor carnicería que el espanto de la primera guerra. Al final, los hechos demostraron que las capitulaciones no solo no evitaron sino acrecentaron enormemente el sacrificio humano cuando se entró en guerra.
Los líderes democráticos dispuestos a enfrentarse a las triunfantes dictaduras de fines de la década del treinta, fueron pocos y marginados hasta que su propia fuerza y la circunstancia, como fue el caso de Churchill, los llevó a convertirse en símbolos de la lucha de la libertad contra el fascismo. Pero bien pudo haber sido algo diferente, otra capitulación más, que hubiera llevado al mundo de la Historia a la calamidad.
Aun así, la democracia solo prevaleció por su alianza con otra dictadura, la comunista, con la que pronto se enfrentó, generalmente en desventaja, durante los años de la Guerra Fría.
Algo que no menciona el informe de The Economist es el éxito que logró en Europa Occidental y en Japón el sistema democrático en la reconstrucción de naciones devastadas por la guerra. Esa experiencia demostró que la democracia puede bien levantar sus naciones desde las ruinas o (como fue entonces y después el caso de Israel), materialmente desde casi nada. De hecho, las democracias de Europa occidental superaron largamente a las naciones de Europa oriental en términos de crecimiento material y prosperidad. ¿Cómo lo hicieron? Combinando libertad con disciplina y planificación. Los regímenes socialdemócratas –que prestaron atención por igual a los derechos individuales y a los sociales– fueron los más exitosos en competencia con los demócratas cristianos también predicados en mantener un estado eficiente en la regulación, el planeamiento y la distribución.
También ayudó, por supuesto, la tradición de disciplina, laboriosidad y niveles altos de educación en varias naciones de Europa occidental. En Japón, como luego en Corea del Sur, la alianza del Estado con grandes conglomerados industriales en torno a objetivos estratégicos nacionales resultó también en su rápida prosperidad.
¿Qué enseña lo anterior en los tiempos actuales de entropía democrática? Que las democracias prósperas son casi siempre democracias fuertes, preocupadas en lograr un desarrollo y un progreso rápidos y competitivos, pero a la vez profundamente motivadas por distribuir equitativamente entre sus ciudadanos no solo oportunidades sino bienes, servicios y derechos.
A la vez, en contrapartida, es difícil encontrar casos de democracias exitosas en las que no exista en sus ciudadanos una fuerte motivación hacia la excelencia en el trabajo y una disciplina predicada en la superación constante.
Como anota bien el ensayo de The Economist, los “fundadores de la democracia moderna, como James Madison y John Stuart Mill fueron prácticos y realistas”. La democracia era para ellos “un mecanismo poderoso pero imperfecto, que precisaba un diseño cuidadoso para poder canalizar la creatividad humana y a la vez controlar la perversidad humana”. Para ellos, la democracia es un mecanismo con alta necesidad de mantenimiento y de ajustes frecuentes.
Si la democracia significa deliberación y discusión pública, está claro que no es posible sin un periodismo libre y, dentro de él, un periodismo de investigación hábil y capaz. Y es verdad que en virtualmente todas las democracias exitosas hay un periodismo de calidad que, en muchos casos, se da en medios públicos. No estatales sino públicos, como la BBC o National Public Radio. La gente necesita una información de calidad (aunque en paralelo pulule la información chatarra) para actuar y decidir bien. Cuando lo hace, la democracia perdura. Cuando no, peligra.
Si ya sabemos, o por lo menos intuimos qué fortalece y qué debilita una democracia, volvamos al Perú. ¿Qué tenemos? Un gobierno débil, medroso y apaciguador que ha sucedido a otro incompetente y mentiroso. El poder (o, más bien, la fuerza) no reside en el Congreso sino en quien lo controla desde fuera: Keiko Fujimori y sus asesores más cercanos. Su mayoría parlamentaria es toda cantidad y nada calidad, con buena parte de sus integrantes en tránsito fluido del currículo al prontuario. Su partido es estructuralmente anti-democrático; captura las instituciones de la democracia para destruirlas o por lo menos para intoxicarlas.
Como demuestra invariablemente la experiencia histórica, la debilidad y el apaciguamiento ante estos grupos resultan siempre ser la peor alternativa. En ese contexto, ¿sorprende la desconfianza de la gente frente a la democracia peruana?
¿Hay algo positivo que decir sobre el tema? Claro que sí. Con todas las limitaciones de una democracia anémica, débil y corrupta, la hemos vivido durante el período más largo de nuestra historia sin interrupciones dictatoriales, aunque con sobresaltos recurrentes.
Hemos tenido gobernantes mediocres y deshonestos, pero hemos podido progresar, a la italiana quizá, con políticos deleznables junto a una economía razonablemente sana. A fin de cuentas, somos un país mejor que el que llegó al siglo XXI.
Cuánto mejor podríamos estar en una democracia fuerte, que busque traducir los valores de libertad en gobiernos tolerantes pero disciplinados, con estrategias claras para crecer bien y distribuir mejor.
Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2546 de la revista Caretas.