POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
Con extrañeza algunos titulares de medios destacan que el Senado no podrá ser disuelto, lo que evidencia desconocimiento o desinformación. La Ley 31988, publicada el 20 de marzo del 2024, denominada Ley que restablece la Bicameralidad, lo regula expresamente en sus contenidos; pareciera que, adentrados con el acortamiento de los plazos electorales, recién se toma con atención las preocupaciones que, de tiempo atrás, distintos académicos y analistas expresaban respecto a haberse instituido un suprapoder.
En diciembre del 2018, cuando la ciudadanía fue convocada a un proceso de consulta, el rechazo en el referéndum fue contundente, un rotundo no. No obstante, el Parlamento, en esa persistencia de alterarlo todo con intenciones nada santas, si bien apelaba a premisas como: fortalecimiento de la legitimidad democrática y social del Congreso, mejorar las relaciones entre el Poder Ejecutivo y Legislativo, mejorar la calidad de las leyes, no lograba los votos necesarios para su aprobación con mayoría calificada, como exige una reforma constitucional. Y fue sistemático el uso de las “reconsideraciones” para, votación tras votación, arribar finalmente a los votos requeridos; en esos intervalos de tiempo se acudieron a agresivos procesos de sensibilización intraparlamentaria para quebrar los votos opositores y finalmente alcanzar el objetivo.
Sin embargo, corresponde preguntarnos si la restitución del Senado, bajo un contexto de bajísima aceptación ciudadana, debilitamiento de las instituciones, empoderamiento del Congreso y crónica crisis política, nos permite solventar esta cruda realidad en la responsabilidad de consolidar nuestro rumbo democrático. La respuesta es no, pues no hay en dicha reforma espacio alguno para una mejor articulación de poderes. El Parlamento puede seguir vacando presidentes, instrumentalizar las acusaciones constitucionales contra los funcionarios renuentes a someterse, coactar el actuar presidencial. Sí, más bien, se asegura su propia reelección. Y si se concibe que, al exigir 45 años para ser senador, se garantiza mayor experiencia y solvencia política, craso error: la actual composición de nuestro parlamento, en su mayoría, supera con creces esta edad y para nada significa dotarnos de una mejor representación.
Lo cierto es que tendremos un mayor número de representantes: adicionales a los 130 diputados, se agregan los 60 senadores, bajo un proceso complejo de elección. Un representante por cada circunscripción electoral —que son 30—, en distrito electoral múltiple, bajo sistema mayoritario; y los restantes 30 elegidos por distrito único electoral nacional, bajo la fórmula de representación proporcional. Aquí es importante enfatizar que solo tendrán participación del futuro Congreso las agrupaciones que superen la barrera del 5% u obtengan 3 senadores o 7 diputados. Tal como están las perspectivas electorales, no serán más de 10 las agrupaciones —sobre las 39 participantes— quienes logren ese objetivo, lo que implicará una redistribución de los votos; es decir, que no estará directamente vinculada a la votación porcentual obtenida en las urnas.
Revisemos cómo se han distribuido las competencias entre ambas cámaras y, en particular, vayamos al encuentro de las atribuciones exclusivas del Senado: elige al Defensor del Pueblo y a los siete magistrados del Tribunal Constitucional; designa al Contralor General a propuesta del Poder Ejecutivo; ratifica al presidente del BCR y nombra a 3 de sus directores; ratifica al superintendente de Banca y Seguros; puede remover a los miembros de la Junta Nacional de Justicia por falta grave; asume control político sobre los decretos legislativos y decretos de urgencia que dicta el Ejecutivo; las autógrafas de ley observadas por el presidente, por insistencia, pueden ser promulgadas por el presidente del Senado; y a quien da cuenta el Ejecutivo respecto a los estados de excepción es al Senado.
Se regulan tres materias específicas que son compartidas por ambas cámaras: la Ley de Presupuesto, para lo cual se constituye previamente una comisión bicameral; el proceso de acusaciones constitucionales, en el que la Cámara de Diputados participa como instancia acusadora, lo que asumía hasta hoy la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales; y la función legislativa, aunque en esta última tiene preponderancia el Senado, quien aprueba o modifica la propuesta legislativa remitida por la Cámara de Diputados, como también puede rechazarla y enviarla al archivo.
Si incidimos en que tendremos mejores leyes con las dos cámaras, es una posibilidad bajo la lógica de que la segunda cámara será revisora. Un claro ejemplo lo tenemos con la propuesta de la ley de estatización de la banca en el primer gobierno de Alan García, que sin mayor discusión pasó la aprobación de Diputados, pero no ocurrió lo mismo con Senadores. La degradación de la política, especialmente el rol de nuestra representación, no nos da ninguna certeza de que esa perspectiva suceda. Entregar de manera excluyente la designación de los altos funcionarios del Estado al Senado, sin asumir la alta politización de estas decisiones, relegando auténticos procesos de meritocracia, no es más que profundizar la brecha de desconfianza ciudadana e impregnar un ritmo acelerado al proceso de erosión democrática.
Alegar que mejorará sustantivamente la representación parlamentaria y, a efecto, fortalecer nuestro sistema democrático puede sonar suficiente; sin embargo, en la ley que restituye el Senado y modifica nuestra Constitución solo se recogen más congresistas y redistribución de competencias. No se percibe una sola línea que nos conduzca a recabar el responsable interés por tener una mejor representación.
Ese contubernio de intereses, convertido en mayoría gravitante y decisoria en la que se ha convertido el Congreso, en este último tramo de su mandato, cierra como empezó: trastocando nuestro ordenamiento básico, relegando los intereses ciudadanos, acomodando nuestras débiles instituciones a sus intereses, sin colocar en la palestra de las prioridades un necesario ejercicio de compromiso por el bienestar general. Nos entregan instituciones sólidas con una solvente representación. En la ironía de su performance, sugiere mejorar nuestra representación, pero con ellos mismos a través de su reelección. Una calamitosa ceguera política, que seguramente tendrá su cosecha en las próximas justas electorales. Tenemos que reclamarnos como ciudadanos una mejor democracia desde la democracia. La decisión descansa en nosotros.

