miércoles, 12 de noviembre de 2025
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El cuerpo como lenguaje

Hay momentos de una belleza devastadora, donde la prosa se abre hacia lo lírico sin perder su aspereza. El resultado es un texto que late, que se instala en el pulso del lector.

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POR: GUSTAVO PINO

Hay novelas que no se leen. Se padecen. Los restos de la piel, de Jhemy Tineo Mulatillo, pertenece a esa estirpe. No se avanza en sus páginas esperando una trama convencional, sino un pulso, una respiración irregular, un lenguaje que se tensa, se quiebra y vuelve a levantarse con la fuerza de lo visceral. Su escritura es la piel de un cuerpo que se resiste a morir.

Desde el inicio, el lector entra en un espacio donde lo erótico, lo corporal y lo abyecto se confunden. No hay línea que separe la caricia del dolor. Los personajes —un maestro, un migrante, un escritor— caminan entre la rutina y la memoria como si lo hicieran sobre restos de su propia identidad. Tineo no narra la vida, sino la carne, la pérdida, el deseo.

Uno de los aciertos de la novela es su narrador-testigo. Una voz que observa, se asoma, participa y se disuelve. No se revela del todo, pero está en todas partes. Su mirada es por momentos cómplice, por momentos intrusa. Sostiene la tensión entre el ver y el ser visto, entre contar y borrarse. No sabemos si habla desde la realidad o desde el recuerdo, si escribe lo que ocurrió o lo que teme que ocurra. En esa ambigüedad radica su fuerza.

El lenguaje de Los restos de la piel no busca agradar. Es sucio, denso, quebrado. Tineo construye una sintaxis ensangrentada, una oralidad que se funde con la poesía. Cada frase parece escrita con el corazón, no con la mente. Hay una voluntad de impureza, una negación del estilo domesticado. Lo que importa no es la corrección, sino la intensidad. Esa manera de narrar convierte la lectura en una experiencia física, casi táctil.

Bajo esa superficie late otra lectura. La migración, la marginalidad, la enseñanza, el desplazamiento interior. Los personajes están siempre en tránsito, incluso cuando no se mueven. Buscan su lugar en un país que no los reconoce.

Estructuralmente, la novela avanza con la lógica de la memoria más que con la del argumento. Los capítulos son fragmentos de un cuerpo roto. Cada escena podría leerse como un órgano, un resto, un trozo de piel hallado en el camino. Hay momentos de una belleza devastadora, donde la prosa se abre hacia lo lírico sin perder su aspereza. El resultado es un texto que late, que se instala en el pulso del lector.

Leer Los restos de la piel desde Moquegua —desde este rincón alejado del ruido limeño— es también un diálogo con las periferias. La novela habla desde ese margen: la provincia, el aula, el viaje, la escritura sin certezas. Tineo recuerda que toda literatura nace lejos del centro, desde la carencia o desde la herida. Por eso su voz no busca ocupar un espacio, sino abrir uno nuevo.

Al cerrar el libro queda una incomodidad, una fiebre leve. Tal vez esa sea la señal de una gran novela. No ofrece respuestas, solo la sensación de haber tocado algo vivo. Su lectura ensucia, perturba, pero también ilumina.

Jhemy Tineo Mulatillo no escribe desde la distancia de la razón, sino desde la cercanía del cuerpo. Lo que queda después de leerlo no es una historia, sino una impresión: la de haber rozado, por un instante, los restos de algo que alguna vez fuimos.

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