POR: ABOG. JESÚS MACEDO GONZALES
Hace un par de meses vengo asesorando a una organización llamada Círculo de Investigación en Derechos del Niño, Niña y Adolescente. Justo ayer realizamos un taller titulado “Curar nuestra infancia”. Y surgió una pregunta fundamental: ¿por qué es necesario curar nuestra infancia?
Les decía a los estudiantes en la universidad que no podemos trabajar con los niños si antes no hemos sanado al niño o niña que habita en nuestra propia historia. Aquel que quizás fue víctima de maltrato, de la ausencia de cariño, de la falta de sus padres, de miedos y de tantas carencias que los adultos —a veces sin querer— sembramos en la niñez. Estas reflexiones no solo son válidas para quienes trabajan con niños, sino también para nosotros, los adultos, que llevamos dentro un niño o niña guardado en nuestros recuerdos.
Recuerdo que cuando era pequeño, mi abuelita, al ver una araña, solía gritar con desesperación: —“¡Blas!” (así se llamaba mi abuelo), “¡ven a matar la araña que está en el techo!”. Yo la observaba, veía a un pequeño animal, pero si mi abuela gritaba, entendía que debía temerle. Aprendí entonces que las arañas eran peligrosas, incluso capaces de hacer daño. Desde entonces, cada vez que veo una, prefiero que otro la ahuyente.
Cuántas veces, cuando fuimos niños, escuchamos frases como: “No entres a la oscuridad, ahí está el cuco, el monstruo o te llevará el borracho”. Estas mentiras piadosas fueron estrategias usadas por los adultos para imponer autoridad y lograr obediencia a través del miedo. Una primera tarea para curar nuestra infancia consiste en reconocer esos miedos y desaprenderlos. ¿Realmente ocurre algo malo si estoy en la oscuridad? En realidad, no. Lo único que sucede es que no vemos bien, o tal vez nos sorprenda algún insecto. ¿Y es cierto que los borrachos se llevan a los niños? ¡Falso! Ningún borracho tiene fuerzas ni para sostenerse, menos aún para llevarse a alguien. Curar la infancia implica, en primer lugar, cuestionar y desaprender lo que nos enseñaron y que hoy sabemos que no es verdad.
Pero, ¿qué sucede cuando en nuestra niñez fuimos víctimas de maltrato, ausencia de cariño o recuerdos dolorosos? Los psicólogos sostienen que un niño maltratado desarrolla un sentimiento de culpa que lo hace creer responsable de su sufrimiento. Por eso, curar la infancia significa mirar a nuestro niño interior y decirle: “Tú no tienes la culpa. Ningún niño o niña es responsable del maltrato que recibe. La responsabilidad es siempre del adulto agresor, nunca del niño”. Curar no significa guardar rencor. El perdón es un proceso que requiere tiempo, pero es un paso necesario.
Pensemos en esto: ¿Te sientes tímido o tímida al hablar en público? ¿Dudas de tus capacidades o buscas constantemente la aprobación de otros para sentir seguridad? Si respondes “sí”, es probable que esas inseguridades provengan de una autoestima no fortalecida en la infancia.
Un niño no nace queriéndose; aprende a quererse cuando los adultos lo valoran, cuando alguien le dice “qué bonito tu dibujo” o “qué bien lo hiciste”. Esos gestos enseñan amor propio. Por eso, si no tuviste esas muestras de afecto en tu niñez, aún estás a tiempo. No importa la edad que tengas: cierra los ojos y dile a tu niño o niña interior que lo quieres, que lo admiras, que estás orgulloso de él. Dile que ya no necesitas mendigar amor, porque ahora tú, como adulto, puedes y debes quererte.
Curar la infancia es una tarea de todos los adultos. No se trata solo de mirar hacia atrás, sino de aprender a tratar con ternura y respeto a cada niño o niña que nos rodea —sean nuestros hijos, sobrinos, alumnos o simplemente pequeños que cruzan nuestro camino—, para que ellos no tengan que curar mañana las heridas que hoy les causamos.

