POR: ABOG. JESÚS MACEDO GONZALES
Hoy quiero compartir con ustedes una idea que siempre converso con mis estudiantes en la universidad sobre esa frase tan repetida —“hecha la ley, hecha la trampa”—, la cual no es cierta desde el punto de vista de la deontología, que es la ciencia del deber ser. La ley nace con una intención noble: mejorar la convivencia entre las personas, prevenir conflictos y lograr que vivamos en una sociedad donde todos nos respetemos.
El problema es que, a veces, el poder político o económico pervierte el sentido de la norma. Ahí ya no estamos hablando de leyes, sino de moral o, mejor dicho, de la falta de ella. La frase popular “hecha la ley, hecha la trampa” refleja lo que muchos ciudadanos sienten: la desconfianza hacia el sistema jurídico. Se piensa que toda norma puede ser burlada o aprovechada por los poderosos. Pero esa no es la esencia del derecho.
Desde una visión ética y deontológica, el derecho no es solo un conjunto de reglas frías; es un instrumento racional y moral que busca el bien común. La trampa no nace de la ley, sino de quienes la usan con mala intención. Como decía Robert Alexy (1993), las normas son “mandatos de optimización”, es decir, guías que orientan nuestra conducta hacia la justicia y el orden social. Y según Hans Kelsen (1960), la ley es un “acto de voluntad soberana” que debe promover un orden legítimo, basado en la razón, no en el miedo ni en la conveniencia. En otras palabras, la ley está hecha para inspirar ética, no para ofrecer excusas a quien busca el atajo.
Pero ¿por qué decimos entonces “hecha la ley, hecha la trampa”? Porque, como advierte Jürgen Habermas (1998), cuando las leyes pierden su legitimidad moral, la gente empieza a verlas como imposiciones, no como acuerdos de convivencia. Y ahí surgen las trampas: no en los textos legales, sino en la mente y el corazón de quienes los manipulan.
Ejemplos hay muchos. Tenemos normas aprobadas por el Congreso que parecen proteger más a los corruptos que a la ciudadanía. Y hace poco, el presidente declaró un estado de emergencia “para combatir la inseguridad ciudadana”, cuando, en realidad, parece más una medida para callar la inseguridad ciudadana de quienes protestan en su contra. Eso no es seguridad, eso es miedo institucionalizado. El verdadero enemigo no está en la calle, sino en los despachos donde se juega con las leyes para proteger intereses particulares.
Aristóteles decía: las leyes deben formar ciudadanos virtuosos, que actúen bien no por temor al castigo, sino por convicción moral. Y Ronald Dworkin (1986) añadía que el derecho debe interpretarse “a la luz de la justicia, la equidad y el debido proceso”. Cuando eso sucede, el derecho deja de ser una trampa y se convierte en una guía ética para convivir mejor. Por lo tanto, afirmar “hecha la ley, hecha la trampa” es rendirnos al cinismo. Las leyes no son el problema. En lo cotidiano, también el problema somos nosotros cuando las olvidamos, las torcemos o las usamos para el beneficio propio.
Si queremos cambiar esa historia, debemos fortalecer la educación cívica, rescatar la ética profesional y exigir transparencia institucional. Porque las leyes, cuando se aplican con corazón y con conciencia, son la mejor herramienta para construir justicia, dignidad y paz. Y recuerden: no hay peor trampa que la indiferencia. El derecho solo tiene sentido cuando lo vivimos con respeto y compromiso con el bien común.

