lunes, 20 de octubre de 2025
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Estado de emergencia para la emergencia política

Un nuevo estado de emergencia no servirá más que para restringir el ejercicio democrático de nuestros derechos, acallando las voces críticas y dejando la inseguridad relegada.

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POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS

Nuestro país padece de una crónica inestabilidad, en que la ciudadanía cada día se distancia más de nuestra incipiente institucionalidad, y un manifiesto rechazo a nuestra clase política no hace más que profundizar esa brecha. Estos últimos días sintetizan nuestro devenir: movilizaciones masivas —en Lima y el interior del país—, el dardo de “caviarización” a quienes tengan el atrevimiento de expresar un punto de vista diferente, la incapacidad de leer la grave ausencia de legitimidad de quienes nos gobiernan, una presidencia frágil, un parlamento consecuente con sus propios intereses y la chatura de su visión política agravan nuestra crisis política.

Ya inmersos en un proceso electoral que significará cambios en nuestra estructura política, la impaciencia se agotó y se reclama lo que era un clamor a inicios del actual periodo de gobierno: “que se vayan todos”.

La inseguridad, el crimen organizado y la violencia se han adueñado de nuestros días. Está en la agenda nacional y un singular impacto político se ha recogido, propiciando una vacancia presidencial, una recomposición en el gobierno, pero también un medido actuar parlamentario, pues se lo aprovecha en su nada sano intento de recolocar su imagen ante la opinión pública, sin tener la osadía de revisar el marco normativo que precisamente modifica nuestra legislación penal haciéndola más permisiva con la delincuencia, como tampoco se coloca en la perspectiva de definir políticas públicas que involucren a todos los sectores, especialmente públicos.

Bajo este contexto, nos encontramos con el nuevo inquilino de Palacio de Gobierno, en una actitud “bukelista”, más gestos que decisiones coherentes, consensuadas y determinantes; proponiendo como alternativa ante la inseguridad el estado de emergencia en Lima Metropolitana, sin descartar instaurar el toque de queda. En palabras del primer ministro Ernesto Álvarez: “A diferencia de otras ocasiones, no puede ser simplemente una declaratoria etérea, subjetiva, que no sirva al ciudadano común”.

El estado de emergencia ha sido utilizado de manera sistemática y reiterada, por lo que no es ajeno a los peruanos, como tampoco lo es que, cada vez que se lo decretó, sus resultados han sido irrelevantes. Más bien permitieron el abuso de autoridad y la vulneración a nuestras libertades.

Solo por citar un caso: a la medianoche del 4 al 5 de abril de 2022, el entonces presidente Pedro Castillo prorrogó el estado de emergencia en Lima y Callao, y dispuso la inamovilidad ciudadana desde las 2 de la mañana hasta las 11:59 de la noche del mismo día, para contrarrestar las protestas. Fue en esas circunstancias que el congresista Jorge Montoya tuvo una infeliz expresión: “Tenía información de que se pensaba bajar de los cerros para saquear Lima”, lo que más allá de magnificar los acontecimientos, su contenido era profundamente racista. Esta medida no tuvo efecto alguno y ese mismo día se anunció su derogatoria. Lo que evidencia que cada vez que hay una manifestación social contra el gobierno central se apela a esta medida excepcional.

El propio Tribunal Constitucional enfatizó de manera precisa esta distorsión y aprovechamiento de esta facultad presidencial al señalar —en un caso contra comunidades campesinas del entorno de la minera Las Bambas—: “No puede negarse que los estados de excepción han sido utilizados, en muchos casos, para revestir de manto legal determinadas prácticas que, en algunos casos, han llegado incluso a constituirse con graves violaciones de derechos humanos. Ello ha distorsionado sus alcances hasta lamentablemente convertirlos, en algunas ocasiones, en herramientas que facilitaban situaciones de abuso de poder por parte del Estado”.

Enrique Chirinos Soto denominaba al estado de emergencia como dictadura constitucional, porque la propia Constitución es la fuente habilitante y permite la restricción de derechos en situaciones excepcionales para defender la propia vitalidad de la Constitución, salvar el orden constitucional mediante su suspensión.

Entonces, el gobierno comparte un estado de normalidad y otro de excepción, aunque pudiera darse una declaratoria del estado de emergencia en todo el territorio nacional. Son, pues, competencias de crisis que la propia Constitución otorga al Estado con el carácter de excepcionales, para que pueda confrontar sucesos o acontecimientos que, por su naturaleza, pudieran hacer peligrar el normal funcionamiento de los poderes públicos o amenazar la continuidad de las instituciones estatales y la convivencia en una comunidad política.

El estado de emergencia está enmarcado en nuestra Constitución en su artículo 137, recogiendo algunas causales ambiguas, como perturbación de la paz o del orden interno y las graves circunstancias que afecten la vida de la Nación; y esta indeterminación facilita su uso discrecional y excesivo, propenso al abuso y la arbitrariedad. No olvidemos que implican la suspensión temporal de derechos constitucionales.

El Tribunal Constitucional, en su oportunidad, exhortó al Congreso para que apruebe un marco normativo sobre los regímenes de excepción, que desarrolle a través de una ley específica las causales o conceptos antes anotados, que permitan un uso ponderado y garanticen el efectivo respeto a los derechos constitucionales, apegados a los principios de razonabilidad y proporcionalidad, lo que no ha ocurrido hasta la fecha.

En las circunstancias que estamos compartiendo en el país —porque la violencia e inseguridad no están focalizadas solo en la capital—, la propuesta de estado de emergencia no genera mayor certeza sobre su eficacia, pues con intervalos ya se viene decretando. Más pareciera una propuesta para la cobertura mediática que un auténtico instrumento de gestión de gobierno.

El actual presidente es parte del Congreso y, en el ejercicio de su función parlamentaria, votó sin rubor alguno a favor de ese paquete de normas de orden penal condescendientes con el crimen, que debería derogar de forma inmediata, lo que ni desde el Ejecutivo ni desde el Legislativo se coloca para su atención prioritaria.

Si bien hay un nuevo ministro del Interior, no hay manifestación alguna por reinstitucionalizar a nuestra Policía Nacional, cuyos muchos de sus miembros se encuentran gravemente comprometidos con la delincuencia, ni se han tendido los puentes necesarios con el sistema de justicia para articular estrategias, delinear políticas y hacer más efectivas sus funciones.

Por ello, no resultan excesivas las críticas vertidas contra esta posibilidad de un nuevo estado de emergencia que, en momentos de convulsión social legítima, por cierto, no servirán más que para restringir el ejercicio democrático de nuestros derechos, acallando las voces críticas y dejando la inseguridad relegada.

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