Por: Arnulfo Benavente Díaz
En la vida, cada persona cumple un papel durante un tiempo. Algunos dejan huellas profundas, otros apenas un paso fugaz, pero todos somos parte de algo más grande que nosotros mismos. Aunque cuesta aceptarlo, la verdad es que nadie es indispensable.
Las instituciones, las familias y los afectos sobreviven a la ausencia. Cuando alguien se va, su espacio no queda vacío por mucho tiempo; otra persona llega con nuevas ideas o energías. Así la vida garantiza su continuidad.
A menudo creemos que sin nosotros nada funcionará, que nuestra presencia o nuestro amor son imprescindibles. Pero el mundo sigue, cambia su forma, se adapta. Quien sustituye aporta su propia visión, y la historia se reescribe, siempre distinta, nunca igual.
Aceptar esta realidad no es resignación, sino sabiduría. Nos enseña humildad y nos libera del ego que busca permanencia. Nos invita a disfrutar el momento y a dar lo mejor sin pretender que el universo dependa de nosotros.
El valor real no está en ser indispensables, sino en ser útiles mientras estemos presentes, en dejar algo que inspire a otros, en construir sin exigir eternidad. La madurez llega cuando comprendemos que la vida no se trata de permanecer, sino de contribuir a lo que sigue.
En el amor, como en el trabajo, todo cambia. Nadie ocupa para siempre el mismo lugar. Si lo que hicimos fue sincero, quedará un eco en los demás. Cada encuentro es único, y cada despedida, un renacimiento. Lo que un día nos unió puede cumplirse, agotarse o transformarse en otra forma de afecto.
Decir que nadie es indispensable no significa que las personas sean reemplazables sin más. Cada ser deja su huella, pero la vida continúa. Aprender a amar sin depender, recordar sin sufrir y dejar ir sin odiar es signo de conciencia madura.
El amor no es posesión ni permanencia, sino un encuentro temporal entre dos libertades. Nadie es indispensable, pero todos dejamos, de alguna manera, una enseñanza para amar mejor.