POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
Quizá lo cotidiano de nuestras vidas nos absorbe y no nos permite involucrarnos en las despiadadas manifestaciones que sistemáticamente el mundo nos propone.
No es ya solo la crisis de gobernabilidad o las falencias democráticas, la ausencia de liderazgos, las debilidades institucionales o la desafectación ciudadana. Es la agresión, la violencia, la muerte, el crimen indiscriminado, el genocidio, las guerras que se adueñaron de nosotros, tan impositivamente, que no hay margen a reacción alguna.
La indulgencia de la distancia o las prioridades de sobrevivencia, como la comodidad de las circunstancias, nos hicieron renunciar a la básica contestación humana: la indignación, ante una sociedad mundial que se desmorona día tras día.
Estos días, Nueva York tomó un brío diferente. Albergaba la 80ª edición de la Asamblea General de las Naciones Unidas, bajo el contexto de un mundo en llamas, con graves acontecimientos en distintas latitudes.
La presencia de más de 150 jefes de Estado o de Gobierno expresaba la trascendencia, oportunidad y necesidad del foro. El secretario general de la ONU, António Guterres, inauguraba los discursos: “Es más que un lugar de reunión: es el compás moral, una fuerza de paz y de mantenimiento de paz, un guardián de la legalidad internacional, un catalizador del desarrollo sostenible, un salvavidas para pueblos en crisis y un faro para los derechos humanos”.
Trataba de reposicionar el perfil con el que surgió la organización en 1945, luego de las dos conflagraciones mundiales y que, si bien logró evitar una tercera, aunque más por factores exógenos, hoy se nos propone débil, ineficaz, limitada, ilegítima. Y aun así, es el principal organismo mundial que concentra 193 Estados y dos miembros observadores.
Es indiscutible que el tema central fue el caso Palestina, que motivó a que diversos Estados acudieran a su reconocimiento y clamaran por “dos Estados” ante la arremetida israelí de extinguir Gaza y Cisjordania.
Sin embargo, su vieja estructura organizacional imposibilita decisiones urgentes, priorizando intereses geopolíticos más que construir un mundo de paz y seguridad. Y allí está el reciente veto norteamericano, que evitó una vez más la aprobación de una resolución del Consejo de Seguridad que pedía el alto al fuego en Gaza y la liberación de todos los rehenes.
Fueron catorce votos a favor y uno en contra, lo que neutraliza toda acción de la ONU. No pasemos por alto que no solo se trata de este veto, sino de una sistemática oposición a la institucionalidad internacional, tratando de construir un liderazgo o hegemonía unilateral.
De manera indirecta viene generando un mundo multipolar: la fuerza de la necesidad obliga a los Estados a alinearse bajo parámetros de legítima convivencia. Y allí está esa compleja pero empoderada China.
Lula da Silva lo decía con precisión: “El derecho internacional humanitario y el mito de la superioridad ética de Occidente están sepultados bajo toneladas de escombros”.
En las excentricidades que rodean su autoridad, sumado a su altanería, Trump no tuvo desparpajo de sugerir reconstruir la Franja de Gaza como la gran Riviera de Oriente Medio, lo que supondría expulsar a los palestinos. Una lectura propia de sus afanes inmobiliarios, pero ciega y mezquina con la realidad.
Hoy da un giro de 180 grados para proponer la creación de una autoridad temporal bajo la conducción del ex primer ministro británico Tony Blair.
Es decir, estamos inmersos en un desorden mundial, con el único organismo que simboliza el orden global, como lo es la ONU, restado de capacidades y poder de decisión.
La insolvencia e insolencia de un Estado norteamericano, que solo coloca en la perspectiva mundial sus intereses, contrasta con el resto de países y autoridades que se muestran muy solventes en el mensaje, pero acobardados en las decisiones.
Bajo estas circunstancias cobran fuerza algunas posiciones aún solitarias pero sólidas de estructurar un nuevo orden mundial, donde realmente prime la paz, la justicia y la seguridad internacional.
Pero, sobre todo, donde el derecho internacional tenga efectos vinculantes para todos, sin distingo, con obligatoriedad y responsabilidad internacional.
Decíamos que en estos últimos días nos encontramos con actores internacionales más desprendidos, comprometidos y solidarios. Y, sin embargo, la guerra, el abuso, la prepotencia, el genocidio no se detienen.
Quiere decir que no tenemos la capacidad como comunidad mundial de imponer la razón y la justicia sobre la muerte o lo arbitrario. He allí el dilema, he ahí nuestra verdad, pero también nuestra enorme cuota de responsabilidad. Cada muerte es también nuestra muerte.
“Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, clamando: «¡Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; incorporóse lentamente, abrazó al primer hombre; echóse a andar…”
(César Vallejo).