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lunes, septiembre 1, 2025

La locura sin límites

“El dinero es como el estiércol: no es bueno a menos que se esparza” – Francis Bacon

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POR: CÉSAR A. CARO JIMÉNEZ

Joseph Stiglitz, quien fuera jefe de economistas del Banco Mundial y Premio Nobel de Economía, sostiene que algunas de las prescripciones del denominado Consenso de Washington fueron necesarias, aunque no suficientes por sí mismas. Destaca que la privatización no siempre es una condición indispensable para el desarrollo, citando como ejemplo destacado a China, cuyo crecimiento económico desde 1979 ha sido logrado sin privatizaciones y garantizando un mínimo de competencia económica.

Sin embargo, en el escenario global actual, la situación se complica por eventos como los encuentros entre Putin, Trump y Xi Jinping, que marcan una nueva fase de tensiones y negociaciones en torno a la influencia mundial. La guerra en Ucrania ha abierto múltiples frentes de conflicto, agravando la crisis humanitaria y económica en la región. Además, la problemática en Palestina, donde la violencia y los asesinatos selectivos continúan generando sufrimiento y desestabilización, refleja un mundo en crisis de derechos y justicia.

Pareciera que los grandes poderes mundiales —como en la misma Conferencia de Yalta— siguen dispuestos a negociar o repartirse zonas de influencia sin considerar realmente los derechos de las poblaciones afectadas. Aunque algunos actores han cambiado, persiste la prepotencia del más fuerte y el abuso de poder.

A nivel regional, la crisis en Venezuela sigue profundizándose en un contexto político y social marcado por la corrupción y la violencia generalizada, lo que ha llevado a una grave crisis humanitaria y a una migración masiva. La situación en estos países evidencia las fallas de un sistema internacional en el que el poder no logra ofrecer soluciones duraderas frente a los riesgos del autoritarismo, el narcotráfico, la desigualdad y el abuso del poder.

En este contexto global, con tensiones geopolíticas, conflictos armados y crisis sociales, continuar con políticas de privatización similares a las de décadas anteriores —basadas en la creencia de que la inversión extranjera automáticamente traerá desarrollo— sería prolongar la locura. Esto podría conducir a más desempleo y recesión, además de que la política económica seguiría siendo dominada por intereses del capital, sin considerar los derechos sociales de las poblaciones.

No olvidemos que la producción capitalista no está orientada a fines sociales; su principal objetivo es el beneficio del capital.

Es cierto que el estatismo ha sido en gran parte responsable de algunos de los males en nuestro país; sin embargo, existe el temor de que el liberalismo a ultranza resulte aún más perjudicial. Cuando no se establecen límites ni condicionamientos en las economías privadas en función del interés nacional, se facilita la expansión de empresas transnacionales sin control, que priorizan únicamente su “doctrina de los negocios”.

Frente a estos peligros, los encuentros entre líderes mundiales en escenarios clave reflejan una lucha por la influencia y el control de recursos, que en muchos casos alimenta la violencia y la inestabilidad global.

¿Existe otro camino? Para Stiglitz, la globalización debe ser un medio, y no un fin en sí misma, para construir la sociedad que deseamos: una sociedad con desarrollo sostenible, democrática, con justicia social y en constante mejora.

Para lograrlo, es imprescindible que los derechos básicos de todas las personas sean reconocidos universalmente: acceso a agua limpia, vivienda digna, alimentación suficiente, un medio ambiente seguro, protección contra la violencia, igualdad de oportunidades, derecho a opinar sobre el propio destino, salud y educación.

Sin embargo, el mundo enfrenta desafíos adicionales, como la escalada de violencia en Palestina, los asesinatos selectivos en diversas regiones y la crisis humanitaria en Venezuela, que evidencian la necesidad de una globalización diferente, que priorice la justicia y el bienestar social por encima del beneficio económico sin límites.

Para alcanzar estos objetivos, es necesario promover a todos los niveles —en hogares, ciudades, regiones, países y continentes— cambios profundos en el sistema global. La solución no reside en medidas superficiales, como aumentar la ayuda internacional, que resulta ridícula si se compara con los miles de millones de dólares destinados solo al aumento del presupuesto militar, en medio de una crisis mundial marcada por conflictos, violencia y la inevitable sustitución del trabajo humano por la tecnología.

La ayuda económica, como los cinco mil millones de dólares sin respaldo prometidos por Estados Unidos para combatir la pobreza, resulta insignificante frente a las enormes sumas invertidas en armamento y en el mantenimiento del poder.

No existe un camino único ni sencillo. Frente a ideologías del pasado, debemos entender que estamos en un escenario más difícil, hostil y complejo. La respuesta no puede ser simple ni retórica.

El Estado nación, además de proteger a los empresarios y a la población, debe seguir siendo un espacio de solidaridad, como lo fue en el pasado con políticas como el “New Deal” de Roosevelt. Pero, en un mundo donde los mercados globales, sin regulación ni límites, se convierten en territorios de desigualdad, millones de personas carecen de acceso a salud, educación o pensiones, en línea con las políticas que promueve actualmente la élite económica.

En esta realidad, las reuniones y negociaciones entre líderes como Vladimir Putin, Donald Trump, Xi Jinping y otros, reflejan su lucha por recursos, poder e influencia. Como en la historia de Yalta, donde Roosevelt, Churchill y Stalin repartieron su influencia en el mundo, estos encuentros revelan una lucha por la distribución de recursos y zonas de control, que en muchos casos perpetúan la inestabilidad y la violencia.

La historia nos muestra que, en su origen, estas negociaciones también tuvieron como objetivo dividir regiones como Palestina, en un intento de repartirse las zonas de influencia, como ocurrió en el acuerdo de 1947 para dividir esa región entre Israel y un Estado árabe.

Es hora de que se respeten los derechos humanos y se fomente una globalización con justicia social. Solo así podremos avanzar hacia un mundo más equitativo, donde la cooperación y el respeto mutuo reemplacen la confrontación y el interés desmedido por el poder y los recursos.

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