POR: GUSTAVO PINO
Hace unos meses, Orlando Mazeyra Guillén me alcanzó el manuscrito de «El mar que nos espera». Me pidió que lo leyera con calma y le escribiera unas líneas para la contraportada. Lo hice, como suele uno leer las cosas importantes: de noche, con las defensas bajas, a solas con la voz de un narrador que no pide permiso para invadirte la cabeza.
Lo que entonces parecía una novela íntima, escrita con la urgencia de quien ya no puede guardar el secreto, se ha convertido en un fenómeno internacional: El mar que nos espera acaba de ser reconocida con el I Premio Internacional de Novela FILAY 2025. Y es que esta obra no sólo remueve, incomoda y estremece: acusa. No busca redimir a nadie. Tampoco consuela. Su único propósito es decir la verdad como si fuera una maldición.
Mazeyra, escritor e ingeniero de sistemas, ha publicado siete libros de narrativa breve —entre los más importantes Mi familia y otras miserias (2013), Bitácora del último de los veleros (2016) e Inmunidad de rebaño (2021)— y colabora desde 2012 con la revista Hildebrandt en sus trece. Su escritura se ha paseado por diarios como El Pueblo de Arequipa, Liberación de Lima, y revistas como El Hablador y la colombiana El Malpensante. Actualmente es editor cultural de la Universidad La Salle de Arequipa. Este currículum literario, sin embargo, no basta para describir el salto que implica El mar que nos espera dentro de su trayectoria: aquí hay un riesgo formal, una ruptura de tono, una necesidad casi física de exorcizar los fantasmas.
Desde las primeras páginas, Mazeyra desata una estructura fragmentaria, vertiginosa, en donde el horror no está en lo sobrenatural, sino en lo que ya no se puede olvidar. El protagonista, Tadeo, es un joven que arrastra el trauma de un verano maldito en las playas de Las Cuevas. Allí, junto a sus amigos universitarios —la llamada Tropa—, vivieron una experiencia lisérgica que dejó una secuela de desapariciones, suicidios y una figura espectral que los persigue a todos: un niño sin cabeza que cada noche aparece para pedir lo mismo: “¿Me prestas tu cabeza?”.
Pero esta no es una historia de terror común. Es una novela sobre el miedo al pasado, la culpa transgeneracional y el precio que exige la memoria. Porque el niño degollado, ese símbolo terrorífico y tierno a la vez, no es sólo una aparición. Es una alegoría del trauma. Un espejo sin rostro. Un testigo de lo que no se puede nombrar sin volverse culpable.
Y, sin embargo, Mazeyra lo nombra todo. Con una prosa directa, cruda, deliberadamente impura. Escribe como quien no se permite adornar el dolor. Recurre a la oralidad, al sarcasmo, a la confesión sucia de quien ya no tiene a quién rendirle cuentas. En ese sentido, esta novela no es solo la más ambiciosa de su carrera, sino también la más sincera.
El mar que nos espera podría leerse como una historia sobre la adolescencia perdida, las drogas, el abuso, la religión, el periodismo sensacionalista y los pactos con el diablo. Pero también es una novela sobre el oficio de escribir. Sobre el escritor que, como Tadeo, acepta traicionar a todos con tal de escribir la historia. Porque —lo dice él mismo— si no cuentas lo que pasó, el muerto no te deja dormir.
Una vez terminada la novela, uno se queda con el eco de una pregunta incómoda: ¿cuánto de ficción hay en este libro? Y más importante aún: ¿cuánto de uno mismo hay en ese niño degollado que no deja de insistir? Me hubiera gustado decir estas palabras en La Ramadita, ese lugar predilecto donde solíamos tener conversaciones sobre esos proyectos que empiezan a germinarse y tomar forma entre la espuma de un vaso de cerveza y una rocola. Pero a veces el brindis ocurre después, cuando uno comprende que hay historias que nacieron para contarse, aunque duelan.