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viernes, septiembre 5, 2025

Recuerdos de mi colegio – segunda parte

…a coro respondíamos: ¡Buenos días! ¡“Atención a la lista”!… ¡Viva el Perú!… ¡Dios!… ¡Dios!… ¡Patria!… ¡Patria!… ¡Libertad!… ¡Libertad!

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POR: JORGE KUON CABELLO

Como si todo hubiera sucedido ayer, recuerdo con gran deleite y aún no poco de tristeza la vida en mi viejo Colegio. Los amplios corredores que otrora fueran los claustros del convento de San Francisco, ahora ocupados por la G.U.E. de mujeres Santa Fortunata, aparecían perfumados con la fragancia de diamelas e isabelitas que, junto con hermosos helechos y begonias en grandes macetas a lo largo de ellos, le daban a uno la impresión de que se encontraba en algún parque o paseo. Los cuatro corredores enmarcaban un gran patio cubierto de fina hierba, en cuyos ángulos ciruelos y molles nos daban fresca sombra en los ratos de descanso. Al fondo, recortándose entre los pilares, en idílico paisaje se veía el valle con sus verdes potreros de alfalfa y algodón y sus sandillares, higueras y huertas, campo propicio para nuestras correrías en las tardes de “vaca”.

Debajo de los corredores, como lugares prohibidos y, por tanto, incitantes siempre a nuestra curiosidad, se extendía una intrincada red de subterráneos —catacumbas del antiguo convento sobre cuyas ruinas se asentaba el Colegio, constante guarida de murciélagos—, sobre los que la fantasía de los muchachos tejía terroríficos cuentos y leyendas, y que entonces servían como refugio para ocultar el botín de ocasionales rateros —estudiantes siempre— de chirimoyas, sandías y damascos, o como campo de honor en donde se zanjaban a puñetazo y patada limpia incidentes y transitorias diferencias entre compañeros.

A las ocho de la mañana, y a la una en la tarde, un viejo bronce conventual marcaba con cuarenta campanazos la hora de la lista. Detrás del vetusto portón, el anciano portero don Lucas Atencio se situaba en aquellas horas, listo para contener, con el último tañido, la avalancha de los que llegaban rezagados y que, al no conseguir su ingreso, descargaban su furia pateando la puerta que con mucha frecuencia había que reparar.

A lo largo de la pared de uno de los corredores, bajo el número de matrícula respectivo y atenta la mirada vigilante del director, nos alineábamos rápidamente los setenta o setenta y cinco muchachos del Colegio, codo a codo, grandes y chicos. Por turno semanal, un alumno del 5° año hacía de bedel y llevaba la voz en el diario ritual de la lista. ¡Buenos días!; a coro respondíamos: ¡Buenos días! ¡“Atención a la lista”!… ¡Viva el Perú!… ¡Dios!… ¡Dios!… ¡Patria!… ¡Patria!… ¡Libertad!… ¡Libertad! A continuación, recitábamos a pleno pulmón la hermosa oración de nuestro director: “¡Señor! Porque sois Dios, porque sois Omnipotente, derramad sobre este Colegio fundado por el gran Simón Bolívar todas vuestras divinas gracias, ayudándonos en nuestras tareas escolares, a fin de corresponder a los sacrificios de nuestros padres y maestros, y haced de nosotros una generación que, por su trabajo, su disciplina y su saber, logre la felicidad de la patria”.

En seguida entonábamos el coro del Himno Nacional, y luego el bedel recorría la fila cantando los números de los que faltaban: “cinco… once… veinticuatro… cuarenta y cinco”, que apresuradamente anotaba el regente y monitor don Emilio Guzmán, que con su mirada inquisitiva nos había revisado uno a uno durante todo el acto. Usábamos en aquella época un varonil, sencillo y elegante uniforme de caqui, con quepí y guerrera militar en una de cuyas solapas ostentábamos con orgullo el escudo nacional; pantalón de montar y ajustadas bandas de la misma tela, impecable camisa blanca y corbata negra perfectamente anudada, lustrosos zapatos negros completaban el uniforme. Una buena mano de gomina dominaba la rebeldía de nuestros cabellos y así, en conjunto, parecíamos irreprochables cadetes de un instituto militar.

Desfilábamos después hacia el salón de estudios y, al pasar junto al Pabellón Nacional, de seda y oro, que celosamente se guardaba en elegante urna al costado de la Dirección, respetuosos y marciales saludábamos militarmente nuestra insignia.

Los del cuarto y quinto años gozábamos la prerrogativa de poseer sus propias aulas, sin bedeles o inspectores, y allí, en las horas libres, se hablaba de teatro, de cine, de fútbol, de arte o literatura, de enamoradas; se contaban chistes o se jugaba a veces “siete y medio” o “mona”. Pero la mayor parte del tiempo libre estudiábamos las lecciones o leíamos novelas. Los demás alumnos del primero al tercer año pasaban las horas libres en el Salón de Estudios, cómodamente instalados en sus propias sillas y carpetas, vigilados desde un tabladillo por el regente, quien hacía verdaderos prodigios de adustez y seriedad para mantener en orden y en silencio un verdadero polvorín de entusiasmos, inquietudes y alegrías juveniles que se incendiaba y hacía eclosión por diez minutos cuando sonaba la campana del recreo.

¡Con qué cariño recuerdo a mis compañeros de clase: Jorge Artieda Amir, Hugo Becerra de la Flor, Carlos Bustamante Amir, José Caro Cosío, Jorge Gómez Becerra, Augusto Minuto Cornejo, Enrique Pinto Sanjinés, Mario Podestá Adán, Jorge Rodríguez Martínez, Guillermo Vera Casanova, Alfonso Zapata Diez Canseco! … ¡Cómo nos ha dispersado la vida y, sin embargo, qué unido se siente el corazón al de ellos —algunos ya fallecidos— después de esos cinco años en que juntos palpitaron y sintieron las mismas ansias y emociones!

¡Qué recientes parecen los sustos pasados en los innumerables exámenes bimensuales y finales y en las academias quincenales, en que por sorteo salíamos a perorar sobre cualquier punto de lo estudiado hasta la fecha, en la materia que por suerte tocaba, y en las que estoicamente soportábamos la andanada de preguntas y observaciones de profesores y alumnos reunidos en pleno! ¡Y cómo reverdece el orgullo que experimentaba cuando, después de cada examen, veía mantenerse mi nombre en letras de molde al lado de mis hermanos en el hermoso Cuadro de Honor del Colegio!… ¡Qué emoción tan indescriptible se experimentaba al término de las numerosas conferencias que, con asistencia de las autoridades y lo más representativo del pueblo, se realizaban conmemorando alguna fecha histórica o acontecimiento notable, o cuando llegaba el esperado día de la clausura y repartición de premios!

¡Qué familiares resultan la cara, la figura, los gestos y ademanes, la voz de cada uno de nuestros queridos profesores, muertos unos y viviendo gloriosa madurez o ancianidad otros: Attilio Minuto, Daniel Becerra Ocampo, Ricardo Álvarez de Historia Universal; Carlos Bernedo de Castellano y Literatura; el padre Alejandro Manrique de Religión; Carlos Gómez Morón de Geografía; Isidro del Castillo, de Filosofía; Honorio Espinoza y Carlos Kihien de Inglés; Adolfo Gómez de Matemáticas; Alejandro Mercado de Química y Física; David Cornelio Sánchez de Caligrafía y Dibujo, y Amaro Alayza de Música y Canto! ¡Con qué nitidez y qué grato acento resuena en mis oídos después de más de tres décadas el coro del Himno que en honor del Colegio compusieron nuestros profesores Alayza y Sánchez!

¡Libertad es el nombre bendito

del plantel que nos da la instrucción!

¡Loor eterno al glorioso Bolívar

que a Moquegua tal bien otorgó!

 

Cusco, 8 de setiembre de 1965

Tomado de la Revista Bolivariana 1965

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