viernes, 17 de octubre de 2025
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Correr donde el viento golpea de frente

Hoy, Doménica no corre solo por ella. Corre por las niñas que entrenan descalzas, por las ciudades que no salen en los mapas, por los sueños que tropiezan, pero no caen.

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POR: GUSTAVO PINO

Ilo no es solo una ciudad sureña ubicada en la región Moquegua, es un suspiro costero, una línea de arena donde el mar escribe su historia con olas y los jóvenes la reescriben con pasos de resistencia. Allí, entre el salitre que oxida las barandas del puerto y el sol que cae inclinado como si no supiera alumbrar del todo, Doménica Cross aprendió a correr. No porque el viento la empujara, sino porque había que avanzar, aunque el viento golpeara de frente.

Con tan solo 16 años, Doménica Cross no solo ha desafiado las estadísticas y superado a atletas de mayor edad, sino que ha demostrado que la juventud moqueguana tiene talento, disciplina y proyección internacional. Su medalla de oro en salto largo y su destacada marca en los 100 metros con vallas la consolidan como una de las deportistas más prometedoras del país.

Sin embargo, su historia no comenzó en un podio ni con una medalla, sino en el estadio, siendo sombra de sus hermanos, corriendo detrás de ellos como quien quiere atrapar un legado. Imitarlos fue su primer entrenamiento, nos comenta. Superarlos, su primer sueño. Porque el amor también tiene forma de zancada, y a veces es la forma en que una niña le dice al mundo que quiere ser parte de algo más grande.

Entrenar en Ilo era casi un acto de fe. No había pistas de tartán ni gimnasios relucientes. Había piedras, huecos, y un suelo duro que enseñaba a levantarse rápido. El viento, ese enemigo que en otras ciudades se llama clima, en Ilo se llama carácter. Aprendió a hacerle frente, a no dejarse volar, a correr como quien no se entrega.

Sus hermanos, esos entrenadores improvisados sin título, fueron más que modelos: fueron mapas en una ciudad sin señalización. Giorgio, el mayor, ese que trabaja, estudia y entrena como si el día tuviera más de 24 horas, es quien la guía y la empuja. No desde la tribuna, sino desde la misma pista, desde el mismo cansancio.

La falta de entrenadores, de zapatos nuevos, de un lugar decente para estirarse después de correr, fueron siempre parte del entrenamiento. No eran obstáculos; eran parte del terreno. Y no, nunca pensó que ser de Ilo fuera una desventaja. Al contrario: correr con el nombre de una ciudad olvidada en la espalda se convirtió en una insignia. En cada competencia, mientras otros tenían marcas y auspiciadores, ella tenía una ciudad que muy pocos sabían pronunciar, pero que ella pronunciaba con cada pisada firme.

El sacrificio fue silencioso: estudiar rendida, cumplir deberes entre competencias, dormir con el cuerpo dolorido. Pero siempre hubo algo que la sostuvo: su familia. Ese equipo invisible que no solo pagaba pasajes o comidas, sino que sostenía su espíritu cuando flaqueaba. Y su abuelo, ese que ya no está, pero que sigue empujando desde algún rincón del viento.

Llegó la victoria. No como una sorpresa, sino como una consecuencia. Cruzar la meta fue cerrar un ciclo de dudas, de miedos, de tardes con viento y sin entrenador. Fue llorar de alivio y recordar que todo, absolutamente todo, había valido la pena. El abrazo invisible de su abuelo, la sonrisa de sus padres, su propio reflejo fortalecido: todo estaba allí, en la línea de llegada.

Hoy, Doménica no corre solo por ella. Corre por las niñas que entrenan descalzas, por las ciudades que no salen en los mapas, por los sueños que tropiezan, pero no caen. Su meta no es una medalla más: es el Iberoamericano, es el mundo. Y no corre para huir de Ilo, sino para que Ilo corra con ella, para que algún día nadie tenga que preguntar dónde queda.

Porque hay atletas que representan a un país, a un club, a una marca. Y hay quienes, como Doménica, representan una esperanza. La de que el talento no es privilegio, sino persistencia. Que el viento puede ser maestro. Y que cuando se corre con el corazón, ninguna pista es demasiado corta para soñar.

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