POR: JESÚS MACEDO GONZALES
Durante las últimas décadas, la humanidad ha sido testigo de una transformación tecnológica sin precedentes. Años atrás, se hablaba de los millennials, una generación que creció al ritmo de las computadoras y los primeros avances de la digitalización. Desde entonces, la tecnología ha evolucionado, pasando de las máquinas de escritorio a dispositivos portátiles como tablets, laptops y celulares. Sin embargo, en los últimos años, una nueva protagonista ha ocupado el centro del debate: la inteligencia artificial (IA). ¿Cómo está impactando esta nueva herramienta en nuestras vidas? Y, sobre todo, ¿está desplazando nuestra capacidad de pensar?
En mis años universitarios, el máximo recurso tecnológico que podíamos poseer era una máquina de escribir mecánica. Donde sí te equivocabas al tipear, tenías que volver a escribir lo que tu cerebro había procesado, ya que no se podía fotocopiar porque dichas máquinas eran escasas o costosas, por lo que leer, tomar apuntes a mano, elaborar fichas resumen y mapas conceptuales era una práctica común que entrenaba al cerebro humano. Era un ejercicio real de inteligencia humana no artificial.
Hoy, con la inteligencia artificial, se abre un abanico de posibilidades aún más amplias. Basta con formular una orden para obtener, en segundos, un ensayo completo, una propuesta de investigación o incluso un resumen académico. Esta herramienta, sin duda, representa una revolución en términos de productividad. No obstante, también conlleva riesgos profundos: el más preocupante es que nuestra mente comience a desentrenarse, que dejemos de leer para comprender, y leamos solo para obtener una respuesta inmediata sin reflexión.
Como docente de la universidad, he sido testigo de cómo algunos estudiantes son capaces de leer con fluidez los artículos de nuestra Constitución, pero se ven en dificultades al momento de explicar lo que han leído. No es una incapacidad natural, es una consecuencia de ceder al pensamiento rápido, de confiar en exceso en las herramientas tecnológicas sin fortalecer el juicio crítico, ni el razonamiento profundo.
Recientemente, un estudiante usó inteligencia artificial para crear un video en el que un docente aparecía haciendo gestos y movimientos irreales, vulnerando así su derecho a la imagen. Ese acto, además de inmoral, infringe derechos fundamentales consagrados en nuestra Constitución. No obstante, al mismo tiempo, la inteligencia artificial ha sido capaz de recrear escenas donde el papa Francisco y pontífices ya fallecidos sostienen diálogos alegres y amenos. Las preguntas son: ¿cuánto de lo que vemos es real? ¿Qué fronteras éticas estamos dispuestos a cruzar?
Sin embargo, hay que reconocer el valor de la inteligencia artificial como herramienta de apoyo cuando se utiliza con criterio. En mis clases, he enseñado a mis estudiantes a usarla para generar cuestionarios a partir de marcos teóricos y objetivos de investigación, y ha sido una experiencia enriquecedora. Para sintetizar textos extensos, parafrasear o incluso mejorar redacciones, la inteligencia artificial es excelente. Pero, bajo ninguna circunstancia, he permitido ni permitiré que sustituya mi capacidad de pensar, de analizar o de crear.
Si permitimos que la computadora, el celular o la inteligencia artificial desplacen nuestras funciones cognitivas, estaremos abriendo paso a una generación de seres humanos automatizados, incapaces de discernir por sí mismos. No se trata de prohibir el uso de la tecnología, sino de educar en su uso responsable.
El cerebro humano tiene una capacidad inmensa para crear, razonar y soñar. La inteligencia artificial puede ser una herramienta valiosa si la dirigimos con sabiduría. Pero si no somos conscientes de sus límites, podríamos terminar siendo seres abstractos en un mundo donde pensar dejó de ser una necesidad. Ojalá no lleguemos a ese extremo.