POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Cada año, los seguidores, admiradores y demás prosélitos, a quienes puedo llamar ahora como los Varguitas, llenan las estanterías y las ferias con obras dedicadas a un hombre. O dedicadas a sí mismos, pero con la anuencia de ese hombre inmortal. El gran escritor Mario Vargas Llosa tiene pues, hoy por hoy, un ejército de Varguitas.
¿Quiénes son estos Varguitas? No hace falta decirlo: son ubicuos. No se los encuentra solo en los cafés o las ceremonias literarias, sino también en cualquier sobremesa o inclusive en la fila para votar. Y esto último es característico, porque si queremos hablar de política, un Varguitas surgirá de inmediato. Perorará, cómo no, de un tipo de liberalismo: el que Vargas Llosa dijo en tal libro o conferencia. El liberalismo de los Varguitas se define, así, por Popper y Hayek; sus principios liberales se determinan por el mercado; su objetivo es la defensa a ultranza del individuo.
Ya hace años que el liberalismo, el verdadero liberalismo (el que promovió John Rawls y su teoría de la justicia), ha dejado atrás el individualismo, pero en el Perú los Varguitas cierran filas respecto a lo que sale de la boca del maestro. Y si hay otro grave error de estos condescendientes discípulos es que asumen que la democracia (el parangón liberal de nuestra época) está determinada por las elecciones libres. Pero ¿de cuándo acá podemos hablar de libertad de elegir si detrás hay un imperio económico que respalda a los candidatos en su camino al poder?
Y lo lamentable de todos los Varguitas hasta hoy es que no quieren aceptar un hecho evidente: que Mario Vargas Llosa es contradictorio. Si les suena dura esa frase, podemos paliarla en el siguiente sentido: todo peruano lo es. Pero lo que no se puede dulcificar es que nuestro héroe es escandalosamente contradictorio. Y no me refiero a su cambio de comunista a liberal, del que tanto se ha ufanado, porque, en el fondo, un verdadero comunista y un verdadero liberal deben perseguir un único objetivo: la justicia social.
Me refiero, más bien, a la decisión de Vargas Llosa de romper con dicha justicia, algo que lo ha hecho no solo avalando, en su momento, a un partido político peruano manchado de prontuariado y autoritarismo, sino también por el bautizo que le hizo a un gobierno que lleva a cuestas muertos como una vil dictadura. Y, precisamente, lo escandaloso es lo siguiente: lo hizo en el momento cumbre de su carrera, en la vejez en la que sabiamente debía guiarnos a todos durante la crisis. Vargas Llosa es ahora un enorme faro que solo lo podemos ver de día.
No obstante, muchos Varguitas, como el novelista Alonso Cueto, saltan a la palestra con la manida idea: hay que distinguir política de literatura. Nuestro notable escritor podría ser criticable en la primera, pero no en la segunda. Y he aquí que afirmo con todas sus letras que Vargas Llosa debería deshacerse de este tipo de acólitos. Decir que la literatura y la política no van de la mano es ser un mal discípulo. Hasta el hartazgo sabemos que la motivación, los fantasmas y las pesadillas de Vargas Llosa fueron el poder, la política y la autoridad. Estos lo determinaron a escribir (y a escribir bien) de por vida. Señalar, por ende, una literatura apolítica en Vargas Llosa es una supina insensatez.
El escritor Luis Eduardo García, en un artículo típico de los Varguitas (esto es, más cita de Vargas Llosa que pensamiento propio), asevera a modo de pregunta que cuánto han servido las ideas del ilustre arequipeño para que los peruanos nos conozcamos. Preguntémonos, pues, otra vez: ¿nos conocemos mejor con Vargas Llosa los peruanos? Habría que examinarlo detenidamente. Pero si algo he de rescatar ahora de esa afirmación elogiosa es que más bien re-conozcamos cuán contradictorios podemos ser al final de nuestra fama.