POR: GUSTAVO VALCÁRCEL SALAS
Charla ofrecida el 2020 en Lima cuando fui distinguido por la Academia Nacional de la Historia. La doy a conocer con pequeños detalles actualizados:
Parafraseando a Porras diría que, en Moquegua, la ciudad donde nací, el pasado nos acecha y habla desde todos los rincones.
En mi pequeña ciudad vivíamos la historia por doquier. Cuando recorríamos las calles se le encontraba en los símbolos heráldicos grabados en las portadas de las casonas señoriales; en las ventanas de fierro forjado y en las elegantes puertas talladas de cedro cochabambino cubiertas con una pátina indefinible que suelen adquirir las cosas con el paso del tiempo y que las hace aún más venerables. Igualmente, al hacer un paseo campestre, siempre ha sido inevitable visitar las antiguas bodegas rurales con salas repletas de vetustas tinajas, adornadas con inscripciones de fechas inmemoriales, de cuando interminables caravanas llevaban el vino y el aguardiente a Potosí y retornaban con oro y plata, que permitió a los moqueguanos dorar sus blasones y legarnos una ciudad que se destacó por su singular arquitectura, en un estilo propio que sobrevivió a los terremotos y luchamos por que se conserve.
A lo largo y ancho del valle, de un extremo a otro, a la vera del camino, en este mogote o en aquel cerro nos atisban los restos arqueológicos, nos acechan las tumbas de los gentiles, restos de templos Tiahuanaco cuyos cimientos apenas se asoman, huacas y geoglifos precolombinos con apariencia de eternos, cuyos misterios empezaron a desentrañarse con las investigaciones de las últimas décadas que enriquecen nuestro pasado, lo hacen más atractivo, le dan otro sentido al paisaje, a las caminatas, entonces los recorridos se llenan de historia… y buscamos que los jóvenes la conozcan, disfruten, valoren y respeten.
Los caseríos aledaños, diversos sectores del valle, los cerros circundantes… la ciudad entera habían sido escenario de las cruentas batallas por la independencia, y años después de las que se libraron en el conflicto del 79, intercaladas de las numerosas revoluciones que salpicaron las ambiciones republicanas, persistentemente combatidas por nuestro paisano el mariscal Domingo Nieto, acompañado de los generales Castilla, Mendiburu… dándonos un ejemplo siempre vigente de respeto a la Ley; las continuas algazaras de Piérola que un día se originaban en Yacango, y otro en Torata… teniendo a los pobladores como testigos y muchos de ellos sus entusiastas animadores. A mediados del siglo pasado, en estos pueblos, con sus calles y costumbres que no cambian con el paso del tiempo, aún se escuchaba a los trasnochadores, animados por el espíritu del vino, dar entusiastas vivas a Piérola acompañadas de conocidas interjecciones, esperando las órdenes del Califa como décadas atrás.
Cada lugar, recorrido una y otra vez, suscitaba el comentario de los testigos, o de los hijos de los que fueron protagonistas de esos episodios, o de quienes lo habían escuchado de segunda voz… narraciones que planteaban más de una interrogante que motivaba a los que escuchábamos, a satisfacer la curiosidad y el deseo de ampliar lo oído, que se alimentaba día a día. Curiosidad, sentimiento y entusiasmo que buscamos compartir.
Cuentan los traviesos que osaban ingresar a los misteriosos subterráneos de la iglesia parroquial por los años 50, que avanzaban con hachas encendidas una cuadra o tal vez dos, sin poder precisar la dirección, su exploración era bruscamente interrumpida por paredes tapiadas no con piedras ni ladrillos, sino con grandes libros manuscritos, pegados con argamasa, como si fuesen adobes.
Por precaución, quién sabe si por el peligro que significaba ingresar a estas desconocidas catacumbas o tal vez para que no salgan las almas en pena, el acceso hace décadas fue clausurado con piedra y cemento, por lo que esos libros siguen allí, manteniéndonos en vilo y desafiando nuestra curiosidad por conocer el contenido que por tanto tiempo ocultan. ¡Sabe Dios si algo más!