POR: CÉSAR CARO JIMÉNEZ
En la historia de nuestro departamento hay varios nombres que no deberían estar en el olvido, por todo lo que hicieron –poco o mucho–, por amor a las ciudades donde nacieron o simplemente vivieron hasta su hora final, pero el agradecimiento ni es propiamente una virtud de las autoridades y vecinos nuestra región. Prueba de ello, fue durante muchos años, el poco valor que se daba a la imagen del “Quijote de la Ley”, como prueba también lo es, que en tanto navegan en el olvido de la memoria colectiva muchos nombres de ilustres moqueguanos, una de las principales avenidas de Ilo lleva el nombre de un luchador sindical que jamás estuvo ligado a nuestro puerto, hecho singular que se repite en mayor proporción en el nombre de nuestra andina provincia que hace rato debería llevar el de algún moqueguano de mayores méritos, posibilidad fácil de lograr dado que Sánchez Cerro no tuvo a mi entender ninguno.
Pero dejando de lado hechos históricos, en esta ocasión quiero referirme a un gran amigo que nos acaba dejar algo más solos, a Alfredo Kihien, nacido y criado en nuestra hermosa Moquegua, donde, –hay que resaltarlo, invirtió. Desde sus primeros años de escolaridad, Alfredo mostró una capacidad excepcional como alumno. En la educación primaria y secundaria, su inteligencia y curiosidad innata lo llevaron a ser un estudiante destacado. Sus maestros lo recordaban no solo por sus calificaciones sobresalientes, sino también por su capacidad para inspirar a sus compañeros y por su deseo constante de aprender. Esta pasión por el conocimiento lo llevó a ingresar a la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), una de las instituciones más prestigiosas del país. Allí, Alfredo continuó brillando, demostrando un talento excepcional en su campo de estudio, lo que le permitió acceder a una carrera profesional exitosa.
Uno de los hitos más significativos en la carrera de Alfredo fue su nombramiento como superintendente de la mina de oro de San Antonio de Poto, cuando esta era propiedad de Minero Perú S.A. En esta posición, Alfredo no solo se encargó de las operaciones mineras, sino que también se comprometió a implementar prácticas sostenibles y responsables que beneficiaran tanto a la empresa como a las comunidades locales.
El amor de Alfredo por Moquegua no se limitó a su carrera en la minería. A lo largo de su vida, buscó activamente formas de contribuir al progreso de su ciudad. Su deseo de ver a Moquegua florecer lo llevó a involucrarse en diversas iniciativas y proyectos que buscaban mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Alfredo entendía que el desarrollo de Moquegua no solo dependía de la explotación de sus recursos naturales, sino también de la educación, la infraestructura y la salud.
La pasión de Alfredo por el bienestar de su comunidad lo llevó a considerar la posibilidad de postularse como congresista. Su objetivo era claro: hacer realidad el futuro espléndido que auguraba para Moquegua. Alfredo soñaba con un lugar donde la educación de calidad, la salud accesible y las oportunidades laborales fueran una realidad para todos. Su visión era de un Moquegua próspero y lleno de vida, donde cada ciudadano pudiera contribuir al desarrollo de la región.
Su historia es un recordatorio de que, a través del esfuerzo y la dedicación, es posible lograr un cambio significativo y duradero. Moquegua, y todos sus habitantes, debemos estar agradecidos por haber contado con un amigo como Alfredo, cuyo ejemplo seguirá inspirando a las futuras generaciones a seguir trabajando por el bienestar de nuestra tierra.