POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Este no es seguramente un artículo pionero en el estudio del fenómeno de la guerra, pero sí tiene la ventaja de insistir en que la guerra no puede escapar al análisis filosófico. Hoy en día, en que vivimos escenarios de guerra a nivel internacional, resulta necesario también izar una bandera: la del hombre que se repiensa a sí mismo.
Precisamente, la guerra no escapa a la filosofía, porque esta, en cierto modo, la alentó. Hace muchos siglos, un filósofo griego, Heráclito, señaló que la Guerra (así, en mayúscula) es “padre, rey y señor de todos” y que las cosas tienen su generación a partir de la lucha de opuestos. Mi tesis es polémica. Heráclito no fue, ciertamente, un guerrerista, al menos en el sentido de hoy, pero nos legó una primigenia filosofía de la guerra: esta viene a ser el supremo principio y el renovador del mundo; por lo tanto, estamos obligados, ¿a qué?, a luchar, a imperar, a someter. La guerra como Idea ordena a sus súbditos a destruir para construir.
La guerra como un señor Ares quizá no convenza a algunos. Pero estos deben preguntarse por qué la paz fracasa cada siglo en el devenir de la humanidad. Exploremos el concepto de guerra ahora de un modo más concreto. Veamos cómo lo toma el general J. F. C. Fuller, un apasionado de la historia bélica. Según este también brillante escritor, la guerra no es un Ideal, sino un asunto real y, sobre todo, importantísimo, ya que la existencia misma de la sociedad depende de ella. La guerra, así, es capital para nosotros, o, como suelen decirlo, nuestra historia se rige por “batallas decisivas”.
Las “batallas decisivas” son conflictos entre dos o más Estados que influyen política, económica y socialmente tanto en los propios participantes, como en un continente entero o, inclusive, en el orbe mismo. Maratón, Lepanto, Waterloo, Stalingrado, son ejemplos oportunos. Pero, yendo a fondo, la idea de las batallas decisivas ofrece el mensaje siguiente: la guerra (y la victoria en ella) determina el desarrollo y el progreso de una nación. Es el gran salto hacia adelante. La historia de una comunidad, pues, debe supeditarse al efecto de una batalla ganada. Por lo tanto, si se quiere recoger los frutos, un Estado debe estar preparado con mucha anticipación.
Las doctrinas de Heráclito y de Fuller revelan el atractivo de la guerra. Pero ¿atractiva para quiénes? Para los conductores de ella, para los grandes generales, para los belicistas. No obstante, la sociedad no necesariamente tiene que aceptar esta visión. ¿Cómo se tiene que hacer, entonces, para que un pueblo también vea la guerra como la mejor opción? ¿Cómo se puede armar a masas enteras, sin que se sientan obligadas? Este problema fue resuelto por uno de los teóricos clásicos de la guerra: Carl von Clausewitz.
Clausewitz había presenciado las Guerras Napoleónicas y se preguntó cómo es que los franceses ganaban, imparablemente, sus batallas. La respuesta la halló en que ellos habían ideologizado la guerra. Los soldados pelean por órdenes, cierto, pero pelean mucho mejor si tienen una ideología o una fe. La Francia revolucionaria había promovido exitosamente en su pueblo el combatir por ideales; cada ciudadano sintió dentro de sí el deber de defender, con las armas, la república o el imperio. El concepto de la guerra se fusionó, luego, con el imaginario social.
Clausewitz resumió ello, como sabemos, con su célebre frase de que la guerra es la continuación de la política. Las masas deben estar comprometidas (políticamente) con la causa de la guerra. Hablar de esta, por eso, es hablar de guerras patrias y de guerras totales, por lo que la consecuencia principal fue la militarización completa de los Estados. Finalmente, ha calado tan hondo este paradigma en la vida moderna que ya parece imposible retroceder a un anterior estado de cosas.
He aquí, pues, el trasfondo filosófico de la guerra, basado en tres postulados: la guerra como soberana; la guerra como desarrollo; y la guerra como legítima política. Fijados estos, recién sería posible criticarlos. Al fin y al cabo, la guerra no debe definirse por sí misma (en verdad, nunca puede hacerlo), sino por la propia filosofía. Y la filosofía puede significar muchas cosas, pero, ante todo, es autocrítica.