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19 septiembre, 2024 11:47 am

Moquegua, bajo la sombra de la violencia: la realidad que no se quiere ver

Si un hombre en Moquegua siente que puede golpear a su esposa sin consecuencias, es porque, en la práctica, puede hacerlo.

POR: GUSTAVO PINO    

Los datos que el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) publicó sobre la violencia física contra la mujer en Perú son algo más que cifras frías: son el reflejo de una tragedia que no deja de suceder. Y en Moquegua, una región que durante años ha sido vendida como un oasis de prosperidad minera y bienestar relativo, esos números son una bofetada en la cara de todos aquellos que nos han repetido que “todo está bajo control”.

El 31.4% de las mujeres de Moquegua ha sido víctima de violencia física a manos de su esposo o pareja en 2022. Si esa cifra no te dice nada a simple vista, debería gritarte al oído cuando la comparas con el promedio nacional del 27.8%. Estamos por encima de la media. Lo inquietante es que no se trata de un hecho aislado. En 2021, Moquegua alcanzó un preocupante 38.7%, el porcentaje más alto de todo el país. Esto no es una anomalía: es una tendencia. Y la tendencia, aunque con un ligero descenso en el último año, sigue siendo alarmante. A pesar de esta baja, seguimos liderando las estadísticas de violencia física contra la mujer, un hecho que no se puede simplemente pasar por alto.

Vivimos en un país donde las cifras se maquillan y los discursos se disfrazan para los informes internacionales. Mientras tanto, la violencia sigue escupiendo su veneno en las entrañas de los hogares. Las autoridades locales, que siempre aparecen en las inauguraciones de carreteras o en los cócteles de la minería, deben tener claro que estas cifras no son el producto de simples “factores culturales” o de una “costumbre arraigada” como suelen justificar. Decir que la violencia es parte de una cultura machista es la manera cómoda de lavarse las manos. Es tirarle la pelota a generaciones pasadas, diluir la culpa en un pantano de tradiciones que, de tanto repetirse, parecieran ser inamovibles.

Lo que sorprende en esta región es cómo este flagelo crece sin que parezca haber una respuesta contundente del Estado, de las autoridades regionales ni de la sociedad en su conjunto. A lo sumo, se ve alguna que otra campaña en redes sociales, alguna charla en las escuelas, quizás un taller sobre “igualdad de género”. Todo lo que el manual del buen gobierno dicta para salir del paso. Y luego, todo sigue igual.

Entonces, surge la pregunta inevitable: ¿qué no estamos haciendo? El problema es que no hay una respuesta clara ni acciones concretas. Las iniciativas parecen más actos simbólicos que estrategias efectivas. Aquí, en Moquegua, parece que todo se reduce a la inercia: abrir más comisarías, promover el respeto en las escuelas, aumentar la presencia de “psicólogos de emergencia” en los hospitales. Pero ninguna de estas medidas ataca las raíces profundas del problema.

La violencia física contra la mujer es solo la punta del iceberg. Está entrelazada con la desigualdad de género, la pobreza emocional, la dependencia económica, y, sobre todo, con una impunidad rampante que valida el abuso. Si un hombre en Moquegua siente que puede golpear a su esposa sin consecuencias, es porque, en la práctica, puede hacerlo. Y la justicia, siempre lenta, llega cuando ya es demasiado tarde. Las víctimas continúan sufriendo, y los agresores permanecen impunes.

Si bien se puede argumentar que el problema es multicausal, con una mezcla de factores como el acceso limitado a servicios básicos, la falta de educación emocional y sexual, y la desinformación sobre derechos, eso no sirve de mucho si no se implementa una intervención clara, decidida y a largo plazo. De nada vale diagnosticar la enfermedad si no se está dispuesto a aplicar el tratamiento adecuado.

A diferencia de otras regiones, Moquegua tiene recursos. La bonanza minera ha llenado las arcas regionales de fondos que podrían destinarse a proyectos de prevención y atención integral a las víctimas de violencia. Sin embargo, la pregunta sigue siendo: ¿dónde están esos fondos? ¿Dónde están los programas de educación emocional en cada escuela? ¿Dónde los centros de atención especializados para mujeres maltratadas? En lugar de seguir invirtiendo en cemento, deberíamos estar invirtiendo en la protección de vidas.

Análisis & Opinión