POR: GUSTAVO VALCÁRCEL SALAS
Vivienda ubicada en la calle Moquegua con los números 404 y 414. Tiene una de las portadas tallada en piedra de calicanto más significativa de la arquitectura local. En la parte superior una presuntuosa inscripción reza: “Nuestra nobleza blasona que en la santidad enzierra de un gran señor de la tierra caveza que los corone. Año 1750”. La acompaña una nutrida ornamentación en la que se lucen tres escudos heráldicos y dos medallones con perfiles aristocráticos, sostenidos por un par de columnas profusamente labradas con diversos motivos florales.
La larga fachada es casi toda de piedra; en medio de ella hay una ventana de fierro forjado que se distingue por ser la única coronada por dos candeleros en los que se colocaban las espelmas, como antes llamábamos a las velas o cirios.
La vivienda tuvo dos pisos, contaba con un balcón de madera tallada ungido por un clásico techo de mojinete triangular. Aún se puede apreciar la puerta que le daba acceso desde el segundo piso y a un costado la ventana, ambas trabajadas con los clásicos motivos locales.
Es la fachada más antigua que se conserva en la ciudad en tenaz desafío a los terremotos, como el de 1784 que se estima tuvo una magnitud de 8 que la derribó; soportó los violentos sismos de 1821, 1831 y 1833 y, por, sobre todo, el cataclismo de 1868 cuya magnitud se ha calculado fue 8,9 que si bien arruinó la vivienda la fachada se pudo restaurar, siempre con el mismo estilo que ha identificado a la arquitectura local. Lo que quedaba del balcón terminó por destruirse con el terremoto de 1948.
¿Qué familia vivió en ella hace dos siglos y medio?, ¿quiénes fueron esos encumbrados señores que hacían público alarde de su blasonada nobleza y presumían de santidad?
Hace un par de centurias que pertenece a la familia Martínez del Solar, quienes salieron de Moquegua en las primeras décadas del siglo pasado; la alquilaron a Francisco Yáñez Cutimbo casado con Juana Pinazo, ambos torateños que se afincaron en la ciudad; con su hijo condujeron una reconocida panadería y dulcería por largas décadas; hoy sus descendientes siguen en ella como inquilinos.
De esta casa, antes tan amplia que iba de una calle a otra, ahora reducida, lo único que se conserva es la fachada. Patético contraste que nos ofrecen esos símbolos heráldicos, representación de una sociedad que prosperó y ennobleció en el siglo XVIII gracias a la vid, al vino y aguardiente.
La conocíamos como la Casa del regidor perpetuo de la ciudad sin que hoy nadie pueda precisarnos el porqué del nombre. Después, por desconocimiento, impropiamente llamada Casa del conde de Alastaya. Su historia siempre nos ha intrigado.
Cuando en 1925 fue visitada por Luis Alayza y Paz Soldán, de añejos troncos locales, dijo que era una “casona derruida y en pampa; pero eso sí, noble, orgullosa y llena de blasones”.