POR: CHEF JULIANNA TOKUNAGA
Moquegua celebrará su aniversario número 482 y yo, que me considero una humilde abanderada de la cocina de mi región, quiero rendirle un sencillo homenaje a esta patria chica a la que debo todo lo que soy ahora.
Moquegua siempre ha sido parte de mi vida y recuerdo con entrañable cariño mi infancia y cómo comenzó mi idilio con la cocina moqueguana.
LA RUTA DE VIDA
Cuando era niña, mi vida transcurría entre el colegio, los quehaceres de la casa y observar a mi bisabuela y mi abuela materna mientras empezaban con el ritual, la tarea diaria y toda la ceremonia que era alimentar a una gran familia. Mis abuelos, con quienes pasaba mucho tiempo, emprendían un viaje cada 15 días desde Ilo hacia la ciudad de Moquegua. Partiendo un día antes, llegábamos por la noche y nos instalábamos en el hotel «Los Limoneros», lugar que me remontaba a esa Moquegua antigua de grandes casas cuyas enormes puertas de madera tenían incrustaciones de bronce y que, al abrirse, transportaban al visitante a una época no tan difícil de imaginar. Con sus piletas de piedra y esos solares que eran la antesala a un recinto de techos altos en el que había mucha luz.
UN MERCADO DE ILUSIONES
Mi mamá Yola (mi abuela materna Yolanda Wong de Calienes) y mi Tata (mi abuelo materno Emilio Calienes), al llegar el alba, caminaban hacia el mercado de Moquegua para comprar carne en un puesto que siempre los abastecía. Al bajar las escalinatas del mercado, siempre me llamaba la atención unas damas provistas de unos enormes bowls blancos de metal enlozado, en los que batían ponche. Esa era mi delicia de aquellas visitas de compras a Moquegua. El carnicero ya sabía que tenía que darnos lo mejor; Don Emilio Calienes y su esposa, eran lo que hoy llamamos clientes VIP. El sonido de la chaira y el cuchillo comenzaba a ser una melodía en mis oídos. A mis 6 u 8 años veía extasiada cómo se iban desprendiendo hermosas piezas de carne, que se convertían en lomo fino, tapa de cadera, posta, asado, sancochado, etc. Cortes que, al llegar a casa, mi abuelita separaba en paquetes a los que les ponía un papel con el nombre correspondiente.
Ya saliendo del mercado, el olor a alfalfa recién cortada nos conducía a otra dimensión. Ver los puestos de pan de Torata y las paltas grandes y generosas llenaba mis ojos. En Moquegua, todo es fresco: las verduras, hortalizas, frutas y demás. Aunque al principio solo acompañaba a mis abuelitos, atraída por el ponche que vendían en las gradas del mercado, ese paseo se convertiría en mi primera escuela de cocina o almacén, como así se llama el curso donde se aprende a diferenciar los insumos.
LA BUENA MESA
Las visitas a la tierra del sol y de la amistad eran muy esperadas, sobre todo porque era obligatorio hacer un recorrido turístico, donde sabíamos que visitaríamos la catedral para rezarle a Santa Fortunata y también porque íbamos a comer delicioso. Las cuyerías que frecuentábamos eran «Doña Peta», «Las Glorietas» y «Los Ángeles», y en pleno valle estaba el restaurante «El Conde», donde por costumbre ibas a los corrales y te escogías tu propio cuy, el cual minutos más tarde estaba servido en tu mesa después de ser preparado por Doña Empera para deleite del paladar más exigente. La cazuela de gallina se pedía con anticipación y sigue siendo uno de mis platos favoritos; está hecha al fogón de leña y con pedazos de arracacha que le dan ese toque moqueguano que marca tan bien la diferencia.
Cada viaje era un nuevo despertar al paladar, pues siempre te encontrabas en las casas de parientes o amigos con apetecibles, caseros y sofisticados manjares que no se encontraban en los restaurantes, pero existían y eran servidos generosamente en vajillas de porcelana europea al estilo de las exquisitas costumbres burguesas, maridados con vinos y licores finísimos como el licor de damasco o la leche de monja, maravillas que se elaboraban y elaboran hasta el día de hoy en Moquegua. Recuerdo con extremo placer el caldo de peras, la nogada moqueguana, el tamal al horno relleno de punta a punta, la patasca moqueguana y muchas otras delicatessen cuyos nombres hoy escapan de mi memoria.
NO SE OLVIDA
Los dulces de Moquegua merecen un escrito aparte, ya que su belleza, sabor y elegancia los hace distintos a muchos postres a nivel mundial. Estos delicados pastelitos cuyas recetas son joyas guardadas con especial celo y que muchos renombrados pasteleros han querido copiar, son únicos. El alfajor de penco, los guergueritos, los voladores, las famosas roscas moqueguanas, el manjar hecho en olla, con el que se rellenan los alfajorcitos de manteca, el dulce de membrillo, las empanaditas de carnaval y muchísimos otros más, uno no más delicioso que el otro. También existe un detalle, las abuelas moqueguanas solo entregan este tesoro a quien ellas consideren continuará con ese legado, por eso muchas recetas de estas delicias se han perdido en el olvido.
GRACIAS TIERRA DEL SOL
Hoy en día, Moquegua alberga a mucha gente quienes, atraídos por un clima único en Sudamérica, por la calidez de su gente y por la riqueza de sus campos de cultivo y del subsuelo, han elegido esta tierra bendita como su hogar.
A mí solo me queda decir: ¡Feliz aniversario, Moquegua! Bella ciudad dormida que despiertas generosa, ofreciendo calidez y trabajo al visitante. Gracias por ser mi inspiración, hermosa perla del sur. [Julianna Tokunaga]