POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
Culminando su 123° Asamblea Plenaria los Obispos del Perú se expresaron a través de un pronunciamiento público, compartiendo un diagnóstico riguroso respecto a la situación política del país y sus manifestaciones: la permanente confrontación de los principales poderes del Estado, la desconfianza ciudadana, el menoscabo de la credibilidad y legitimidad, el daño a la democracia que viene propiciando el enfrentamiento entre peruanos; para concluir con una pertinente recomendación “El consenso social pide dar paso a una transición política que busque urgentemente una salida a la profunda crisis actual, priorizando la necesaria reforma política pendiente. Invocamos a todos los sectores de la sociedad civil a buscar el restablecimiento de la gobernabilidad y la paz”.
El presidente Castillo, reaccionó inmediatamente, más por impulso que por razonada decisión, convocando al Cardenal Pedro Barreto para reunirse ese mismo día, sin las formalidades mínimas para concretar este encuentro, soslayando los desplantes anteriores, particularidad de gobierno, a la que de ninguna manera debemos acostumbrarnos, de desvariar en sus decisiones. Recordándonos aquella visita del mismo Cardenal en Palacio de Gobierno, cuando el premier Aníbal Torres, expresaba: “Ahí tenemos un cura, el cura Valverde, no, perdón, me equivoqué, el cura, autoridad de Huancayo, su nombre me olvidé, tan miserable puede ser esta persona… Él cree que uno es un tonto. Él está a favor de los grupos de poder”, una verdadera lástima aquellos no lejanos comentarios, que evidenciaron un absoluto desconocimiento de la prolija, comprometida y sensible labor pastoral del Cardenal; con la facilidad propia de un autócrata tiraba por la borda una sana intención de enrumbar nuestra gobernabilidad y desmerecía un actor importante, que perfectamente pudo convocarlo como aliado en un escenario muy proclive a los desapegos y desavenencias. No podía estar ajeno a la cita el desatinado congresista Waldemar Cerrón “Si la Iglesia católica ingresa a los temas del Estado y gobierno, están dando el gran paso para que los poderes intervengan en su organización y cuentas económicas. Un buen avance para nuestros pueblos”.
Una reunión que despertó muchos aspavientos, fue el 19 de diciembre del 2016, propiciada por el Cardenal Juan Luis Cipriani entre el presidente Kuczynski y Keiko Fujimori, quien no fue una idónea perdedora y hasta allí no había reconocido el triunfo electoral de su oponente. Con la potencia de sus 73 congresistas el fujimorismo puso en entredicho al Gobierno, generando permanente confrontación, se acababa de censurar al ministro de Educación Jaime Saavedra. El encuentro en casa del convocante y en apretado tiempo, genero todo tipo de críticas, por un lado, se observaba el principio de laicidad y neutralidad del Estado, por otro, se tenía esperanzas de conjugar esfuerzos por la gobernabilidad del país; lo cierto es que, más fueron las fotografías del momento para la historia que una voluntad política para involucrarse en un compromiso mayor por la institucionalidad de nuestro país.
Las interpelaciones y censuras continuaron, luego sobrevino la renuncia del presidente Kuczynski, para cerrar el ciclo con la disolución del Congreso. Es innegable que uno de los grandes ideólogos del desbarajuste institucional, el desaliento ciudadano es el fujimorismo, y hoy con la misma actitud y argumentación de ayer, pero reforzado con la ineficacia de gobierno. En nuestro recorrer histórico la iglesia, particularmente la iglesia católica, ha tenido una participación determinante en nuestro momento fundacional, en el devenir del tiempo a estado encuadrándose en su labor de fe, con clara ascendencia de una iglesia conservadora, acallando las voces que desde su interior reclamaban un mayor compromiso con los más pobres.
Nuestra Constitución determina en su artículo 50, el principio de laicidad del Estado y el principio de colaboración entre el Estado y las confesiones religiosas, como bien lo prescribe el Tribunal Constitucional: “el Estado se autodefine como laico no correspondiéndole ni coaccionar ni siquiera concurrir, como un sujeto más, con la fe religiosa de los ciudadanos» y «el término «colaboración» indica que nuestro modelo constitucional no responde ni a los sistemas de unión, ni a los sistemas de separación absoluta entre el Estado y las confesiones. La colaboración entre el Estado y las confesiones religiosas es un lugar de encuentro equidistante de la unión y la incomunicación entre ellos».
Es indiscutible que la religión católica es la mayoritaria con manifiesta influencia en la cultura e historia de nuestro país, una diversidad de actuaciones públicas se encuentra muy vinculadas a la religión, la letra de nuestro propio himno nacional considera nuestra vocación religiosa. Si bien dichas disposiciones constitucionales sugieren compartimientos separados y así debe asumirse, no implica negarle a la iglesia su rol protagónico de orientar a sus fieles en los parámetros de la rectitud, probidad y el buen gobierno, que al fin de cuentas es el orden social y el bien común.
Cuan negativo ha sido para las sociedades una iglesia esperanzadora en el mensaje y la homilía, pero autoexcluida en la arbitrariedad, la injusticia, el latrocinio, la manifiesta violación de derechos humanos, que fue el caso de Pinochet en Chile, de la dictadura militar en Argentina, como tantos otros casos, que mostraron una autoridad eclesiástica complaciente y hasta satisfecha, con profunda perjuicio a la confianza de sus feligreses, ocasionando graves brechas aún no superadas; aunque también hubieron heroicas acciones sacerdotales comprometiendo su propia vida, para defender al pueblo y a los principios fundamentales en los que descansa el catolicismo, fiel reflejo de ello es monseñor Oscar Arnulfo Romero, quien por predicar a favor de los derechos humanos, fue asesinado por la dictadura militar, en el 2018 fue canonizado por el papa Francisco.
El reciente pronunciamiento, es coincidente con un reclamo ya planteado por distintos actores, la necesidad de propiciar un consenso social, entendido como imprescindible diálogo, para dar el paso mayor a la reforma política y la transición democrática, en un escenario donde se va carcomiendo nuestra institucionalidad, con órganos de gobierno predispuesto a no alterar el peligroso camino en el que estamos sumidos, sin percibir o no querer percibir el despeñadero que nos espera.
Acaso no hay una obligación moral de llamar la atención, motivar una reflexión, exigir dentro del respeto democrático un cambio a los gobernantes, dentro de una sociedad de la que son parte activa sin llegar a decidir políticamente. Podemos descalificar a la iglesia católica por el atrevimiento de sugerir o condenarla por la osadía de salir de los cánones regulares de una iglesia formalista, la respuesta es no.
No caigamos en las fáciles tentaciones del autoritarismo, donde la voz discordante es enemiga y debe llevarse al patíbulo, las circunstancias exigen redoblar nuestros esfuerzos democráticos para conversar, entendernos, construir en el caminar, ya no sólo la tarea corresponde a quienes están en el gobierno sino se apela con urgencia al deber ciudadano de articular esfuerzos, donde todos contamos. En esta oportunidad la iglesia es una voz convocante, somos los ciudadanos quienes decidiremos. La pregunta es, ¿cuánto más?