POR: ÓSCAR VÁSQUEZ ZEGARRA
La historia de nuestra República es tan intensa que necesitaríamos resucitar a Jorge Basadre para que la siga contando. Las haciendas y los esclavos llegados allende los mares, le dieron a nuestra estructura económica la mano de obra que se convirtió en un sólido aporte para la formación de un País, con mucha historia y diversidad de culturas llamado Perú.
Luego de la independencia, los recursos fiscales provenían de las aduanas y el impuesto a los indígenas, herencia de la colonia. Con la proclama de San Martín se le cambio de nombre a “contribución indígena”. Un poquito de vergüenza para las apariencias, pero voraz avaricia para llenar las arcas de la nueva República. Los cimientos de nuestra patria le costaron sudor, esfuerzo y sacrificio a los de abajo, al pueblo.
La época del guano, con las enormes ganancias para los señores de la rancia aristocracia y las siempre bendecidas consignaciones, donde la fuerza de los de abajo, los esclavos y los eternos olvidados, trabajando de sol a sol, en condiciones denigrantes, generaron riquezas para fiestas de oropel y fortunas que fortalecieron la clase dominante.
Lima crecía y en la costa la tierra florecía, los pueblos andinos buscaban escribir su propia historia. La selva era todavía una fascinante leyenda, donde pronto llegarían los caucheros y las fabulas del tunche.
LA GUERRA DEL PACÍFICO DESTROZÓ NUESTRA ECONOMÍA
La guerra con Chile nos partió el alma. Los oligarcas buscando proteger sus riquezas, acudieron prestos al llamado de la patria, para defender la ciudad virreinal. Ellos llevaron a sus trabajadores, la mayoría andinos, para sumarse a la guerra, mientras los patrones buscaban un lugar seguro.
Cáceres, el brujo de los andes y sus indomables montoneros, nos enseñaban que la patria se defiende con la vida y desde la sierra central, dieron dura batalla al ejército invasor.
Los vaivenes políticos de Europa estaban lejanos para nosotros, una sucesión de presidentes marcó el centralismo, donde Lima lo era todo.
Así llegamos a los glamorosos años 60, con un Perú ninguneado, que buscaba hacerse escuchar. El General Juan Velasco Alvarado en el 68, con un golpe de Estado, instauró una dictadura llamada revolucionaria. La reforma agraria acabó con los latifundios en la costa, entregando las grandes haciendas a los trabajadores formados en cooperativas.
El equivocado manejo de la caja fiscal, con un endeudamiento sin control, dejó en escombros nuestra economía. Así, entramos a los 80, con elecciones arrancadas por la fuerza al dictador Morales Bermúdez, el pueblo salió a las calles y paralizó el país. La economía estaba bajo la supervisión del FMI. La búsqueda del equilibrio se convirtió en objetivo Nacional, la inflación achicaba los bolsillos.
LA POBREZA GALOPANTE Y EL TERRORISMO ASESINO
La bota militar dejó una profunda huella en las universidades, desde Ayacucho llegó el llamado para la lucha armada. Por el Luminoso Sendero de Mariátegui, anunció Abimael Guzmán. Había nacido “Sendero Luminoso”, uno de los grupos subversivos y terroristas más crueles en la historia mundial.
Belaunde no les dio importancia y siguió en su nube. El populismo de Alan García en el 85 termino por meternos en una espiral inflacionaria fatal. Los peruanos vivíamos con la angustia que nos quitaba el aliento, los trabajadores soportaban las consecuencias. La clase media había desaparecido. “Sendero Luminoso” y su fanatismo nos convirtió en un país inviable.
En los 90 la miopía de una derecha soberbia convenció a Mario Vargas Llosa para liderar su propuesta. Los excesos publicitarios y el miedo a un nuevo paquetazo nos hicieron elegir a un enigmático presidente, Alberto Fujimori.
Desde la casa de Pizarro, aplicando las mismas recetas del FMI, realizó los ajustes que otra vez dejaba a los menos favorecidos, con el pesado lastre sobre sus hombros. Que Dios nos ayude, nos dijo su ministro Juan Carlos Hurtado Miller y Dios no le hizo caso. Otra vez los de abajo cargaron la cruz del hambre y miseria.
En estas fluctuaciones sin rumbo, apareció Luis Boloña, joven economista quien propuso aplicar las teorías de Milton Friedman, el inspirador de los Chicago Boys. El autor de “Capitalismo y Libertad” argumentaba que la economía se ajustaba automáticamente al ritmo de la oferta y la demanda, el mercado lo arregla todo. El Estado no debía intervenir y su papel era respetar y hacer cumplir las reglas de juego.
UNA CONSTITUCIÓN A LA MEDIDA DEL LIBERALISMO ECONÓMICO
Para darle la legalidad necesaria a los cambios era imprescindible modificar la carta magna. Así nace la Constitución del 93. Nuestro gran ejemplo fue Pinochet y el crecimiento acelerado de nuestro vecino del sur.
Se vendieron las empresas del Estado, continuos ajustes en la administración pública dejaron sin chamba a miles de trabajadores, el libre mercado había llegado. Para que la empresa privada invierta se requería que los ahorros crezcan, ahorro es igual a inversión. Se inició una apertura total, facilidades para las concesiones y seguridades al capital extranjero.
No solo fueron ventajas en la legislación, también hubo una entrega de mano de obra barata, borrando de un plumazo la estabilidad laboral y mediante los contratos de locación de servicios pasamos al nivel de esclavitud moderna, sin vacaciones, sin CTS, sin seguridad social ni utilidades laborales, era un “lo tomas o lo dejas” los sindicatos desaparecidos, los dirigentes perseguidos o asesinados por el grupo Colina.
Así se generó el crecimiento empresarial, con largos años de vida sin derechos, de los de abajo, todo por el fin supremo de las libertades económicas.
La captura de Abimael y la caída de “Sendero Luminoso”, permitieron la llegada del gran capital, primero devoraron las empresas estatales y luego las concesiones. A las novedosas AFP las pintaron como la gran solución, los fondos de jubilación en manos privadas, el sueño dorado de la banca. Una brisa renovadora corría por el milenario País de los incas.
EL FIN DE LA DICTADURA FUJIMORISTA
Las reelecciones de Alberto Fujimori, convertido en dictador, tocaron fondo. Era el momento de una limpieza total, los sucesivos gobiernos no movieron una coma de las leyes laborales, la constitución es sagrada. El gas de Camisea ayudó a impulsar la economía con energía barata, se instalaron las generadoras eléctricas y el crecimiento seguía viento en popa.
La ley Chlimper se la puso fácil a los agroexportadores, la mayoría llegados desde Chile. Los trabajadores del campo sufrieron el recorte de sus derechos y se limitaron los salarios, eran ciudadanos de segunda categoría. El sistema de services o tercerización, impedía la formación de los odiados sindicatos.
Las administraciones seguían con el modelo tan bueno para las ganancias, los bancos se peleaban para entrar al mercado, sin límites en las tasas de créditos y con una liberalidad que ya parecía el paraíso. Las incómodas cajas de crédito fueron desaparecidas. La procesión iba por dentro.
Los grandes grupos económicos encontraron la fórmula secreta para la vida eterna. “Si el Estado es el regulador en el modelo, entonces compramos al Estado”, así, con un trabajo de hormiga, uno tras otro entró al redil, el liberalismo había llegado a su máximo esplendor. Las escuelas seguían olvidadas, sin infraestructura ni servicios básicos y con maestros mal pagados.
El sistema de salud se debatía en las carencias. Las huelgas de médicos se solucionaban parche tras parche, seguíamos “pa’ lante” hasta que llegó la peor pandemia de los últimos siglos, la muerte en las calles y la angustia de ver caer a nuestros seres más queridos sin la posibilidad de acceder a un hospital, hizo que la población despierte.
De que nos sirvió el crecimiento si la pobreza era sinónimo de muerte, ni polladas, ni rifas alcanzaban, la venta de los pocos bienes para medicinas y oxígeno dejaban en la miseria a las familias y la gente seguía muriendo.
En este desmadre la clase política entró en su peor ola destructiva, la lucha por el poder y los privilegios movieron al Congreso a una persecución y vacancia al caballazo. Que pandemia ni emergencia, el poder había creado un monstruo atrincherado en la plaza Bolívar. Fue la chispa que activo el fuego de la protesta ciudadana, el usurpador salió por la ventana peleando con los gallinazos y el pueblo se miraba sorprendido, de su inmenso poder. Los trabajadores del campo, como fuente ovejuna todos a una, tomaron las carreteras y se tumbaron la ley Chlimper.
La pandemia en su segunda ola no daba tregua y las elecciones estaban a la vuelta de la esquina. Se había iniciado una concientización de nuestra realidad y las mayorías solo buscaban una señal para intentar cambiar con su voto su propio destino y claro también el país.